En 1991, el intelectual chino Wang Huning publicó un libro con un título inquietante: America against America. Su hipótesis era simple y provocadora: la sociedad estadounidense estaba condenada a una división permanente, incapaz de articular consensos estables frente a China. Esa fractura, sostenida tanto en la política interna como en la administración federal, terminaría siendo una ventaja estratégica para Pekín. Tres décadas después, la historia le ha dado la razón: Estados Unidos oscila entre halcones y palomas, entre políticas duras y pragmatismo económico, sin lograr definir una línea duradera que trascienda sus ciclos políticos.
La analogía con Chile es evidente. También nosotros vivimos en un estado crónico de fractura: Chile against Chile. Nuestro país parece atrapado en la imposibilidad de generar acuerdos de Estado, esos consensos básicos que permiten a una sociedad proyectarse más allá del calendario electoral o del péndulo ideológico. Cada gobierno que asume destruye o congela lo realizado por su antecesor, y cada oposición se dedica a bloquear, más que a proponer.
Un ejemplo reciente de esta incapacidad para construir consensos se observa en la reacción frente a la candidatura de la expresidenta Michelle Bachelet a la Secretaría General de Naciones Unidas. En lugar de ser motivo de orgullo y de convergencia nacional, el debate se ha contaminado de las mismas pasiones tribales que han debilitado nuestro espacio público.
El nombre de Bachelet y el cargo al que aspira deben ser vistos como una oportunidad estratégica para Chile: pocas veces un país del sur global logra proyectar a una figura de alcance mundial en una de las posiciones más relevantes del sistema internacional. Independientemente de simpatías o discrepancias políticas internas, su candidatura no pertenece al campo estrecho de la pugna partidaria, sino al de la proyección de un país que aspira a tener voz en la gobernanza global. Sin embargo, lo que debería ser un motivo de orgullo colectivo se transforma, en nuestra lógica de polarización afectiva, en otro campo de batalla doméstico.
Criticar a la expresidenta no en base a su idoneidad internacional, sino a partir de rencillas partidistas, revela la fragilidad de Chile como Estado. Un país con visión estratégica sabría reconocer que tener a una de sus líderes en la cúspide del multilateralismo no es un triunfo individual, sino una victoria nacional. Cuando renunciamos a esa mirada de largo plazo y convertimos cada oportunidad en un pleito doméstico, erosionamos no solo nuestras capacidades diplomáticas, sino también nuestra credibilidad como actor confiable en el escenario internacional.
Chile against Chile no es un mero juego de palabras: es la descripción de un riesgo estratégico. Un país dividido, sin proyectos comunes, carece de la resiliencia necesaria para enfrentar los desafíos globales: transición energética, inteligencia artificial, cambio climático, seguridad regional. La falta de acuerdos de Estado no solo debilita al gobierno de turno, debilita al país entero.
En definitiva, la candidatura de Michelle Bachelet a la ONU se convierte en una prueba decisiva: podemos optar por verla como una causa común, o repetir la costumbre de transformar cada oportunidad en una excusa para ahondar en la fractura. Y es ahí donde se mide la fortaleza de una nación: no en la ausencia de diferencias, sino en la capacidad de convertir sus grandes desafíos en proyectos compartidos.
Chile no puede darse el lujo de ser su peor enemigo.
Por Álvaro Ramis, Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC), colaborador de El Maipo.
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