Nunca había sido tan difícil legislar en Chile. En algún punto de la última década los procesos parlamentarios entraron en una ruta insoportablemente lenta, recursiva, injustificadamente compleja. Solo un ejemplo: la tramitación de la ley integral contra la violencia hacia las mujeres demoró siete años, atravesando tres gobiernos y dos ciclos parlamentarios, sin considerar su posterior tramitación en el Tribunal Constitucional.
Al menos, en ese caso se logró arribar a una aprobación. En otras materias donde la disparidad de intereses es mucho mayor, lo que ocurre es un bloqueo permanente que impide solucionar las urgencias de la ciudadanía. Esto aplica al caso de la crisis del sistema privado de pensiones, la ley corta de ISAPRES, la reforma tributaria, y otras materias que se empantanan crónicamente en dinámicas improductivas.
El Congreso vive en un juego de suma cero, que no beneficia ni al gobierno ni a la oposición. Y enfrentar esta crisis tiene que ser una prioridad de todo el mundo. Aunque no esté en la agenda mediática que cubre la política.
Cuando las instituciones legislativas asumen un rol obstruccionista, mediante alteraciones deliberadas de la agenda parlamentaria, o diseñando estrategias que buscan retrasar o impedir la tramitación de una determinada propuesta de ley, se genera un impacto negativo en la legitimación del sistema político en su conjunto.
Aunque la oposición de turno considere que está en su derecho discutir o detener una agenda legislativa del gobierno, la parálisis crónica termina perjudicando también sus intereses. Y ello se refleja en las altas cifras de desaprobación que le afectan. Según la última encuesta Criteria, publicada la semana pasada, la oposición solo logra un 12% de aprobación mientras el rechazo llega a un 67%.
Los votantes no solo eligen a sus representantes para apoyar o controlar al presidente de turno. Lo hacen también para obtener beneficios a corto plazo en favor de sus objetivos legítimos. Los electores de los partidos de la oposición también esperan una pronta solución a la crisis previsional, demandan certeza respecto a la provisión de los servicios de la salud privada, aspiran a que el Estado tenga el financiamiento necesario para brindar los bienes públicos que debe asegurar a todo nivel.
Es ingenuo pensar que la política del bloqueo solo daña al gobierno. También afecta a la oposición, en tanto la ciudadanía percibe que su acción parlamentaria contribuye a empantanar los problemas cotidianos que afectan su vida.
Afortunadamente, se está conformando un cierto consenso en la urgencia de modificar los aspectos más disfuncionales de nuestro sistema político. Tanto en el oficialismo como en la oposición se levantan voces lúcidas que alertan sobre lo dañino de la actual dinámica legislativa.
Entre esas falencias la más evidente es la fragmentación del Congreso en una infinidad de bancadas, que a su vez están plagadas de parlamentarios díscolos o indisciplinados que legislan de acuerdo con su conveniencia individual. Un verdadero campo minado para quienes deben mediar entre el gobierno y el Congreso, que hoy deben negociar con cada uno de los 155 diputados y 50 senadores.
Si bien los pactos de Estado fueron esenciales en los primeros años de la transición, en las últimas dos décadas las grandes coaliciones de partidos no han cerrado ningún pacto relevante, exceptuando al acuerdo que permitió el proceso de la Convención Constitucional. En el actual sistema quien ejerce el rol de Ministro Secretario General de la Presidencia está atrapado en un laberinto sin fin de intrigas, que exigen las maniobras más insospechadas para alcanzar las mayorías legislativas para lograr el más efímero éxito.
Es fácil pensar que una reforma política que trate de disminuir estos problemas beneficiaría al actual presidente. En realidad el verdadero beneficiario sería el gobierno que asuma en marzo de 2026, cuando se renueve el Congreso de acuerdo con un nuevo sistema político que funcione.
Por lo tanto, no se trata de un paquete de medidas que se pueda analizar bajo el criterio de costo-beneficio para un solo sector. Recuperar la gobernabilidad es un objetivo de Estado, que requiere reglas que incentiven las dinámicas de colaboración y pacto estratégico entre fuerzas políticas que necesariamente compiten entre ellas.
Sería ingenuo prever que en esta materia se puede dar una negociación indolora. Ajustar la ley de partidos para imponer una barrera entre el 3 y el 5% para que un partido tenga representación parlamentaria supondrá resistencias.
De igual manera ocurrirá si se imponen desincentivos a los diputados díscolos, o si se diseña un mecanismo que permita al presidente destrabar un empate catastrófico con el parlamento. Pero si no se afrentan esas resistencias, basadas en intereses particulares, el Estado va a seguir legislando a paso de tortuga cuando la sociedad avanza a la velocidad de la inteligencia artificial.
La experiencia comparada de los sistemas presidencialistas aporta infinidad de medidas de corto, de medio y de largo alcance que se pueden analizar para superar los problemas de nuestro sistema político. La dificultad no es técnica. La verdadera complejidad está en recuperar el arte de pactar en tiempos de alta polarización.
Si se conversa en off, por los pasillos, fuera de cámaras, la mayoría de los partidos coinciden en la idea de promover el crecimiento económico con cohesión social, manteniendo unos niveles de igualdad social aceptables. Pero en la escena de la confrontación política, estas mismas dirigencias pierden de vista asuntos de muy alta importancia, para enfocarse en la pequeña ganancia del día a día.
La viabilidad de alcanzar un acuerdo se puede perder si se deja solo en manos de la élite partidista. Se necesita presión ciudadana, transversal y consistente que demande una estrategia-país para mejorar la calidad de nuestro sistema de gobierno. Hoy existe una corta ventana de oportunidad que se cerrará en poco más de un mes, en la medida en que se reactive el ciclo electoral a nivel municipal.
Por eso es urgente alcanzar un acuerdo lo más rápido posible. Si no se consigue, los costos los pagará el gobierno que asuma en 2026, pero sobre todo el conjunto del país, en la medida en que no se logre reaccionar a las crisis acumuladas que hoy nos afligen. Si no se pacta hoy será demasiado tarde para resolver conflictos que todavía son solucionables y que mañana se pudrirán en las calles o en las cloacas.
Columna publicada por The Clinic el 7 de abril de 2024.
Para El Maipo: Álvaro Ramis, Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC), colaborador de El Maipo.
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