Cuando la dupla de los diputados Manucheri y Ciciarndini dice que el voto migrante de Chile es una anomalía, en vez hacerlo notar como una virtud, nos dicen que esto es algo negativo y que tenemos que ir al promedio de las prácticas a nivel internacional.
Un argumento que puede ser convocado y comprendido desde el “sentido común”. ¿Por qué ir más allá de lo que otros, muchos con los cuales nos parece adecuado compararnos, han otorgado? ¿Por qué hacerlo nosotros?
Hasta ahora, ese es el argumento público más fuerte que se escucha en los medios de comunicación. En las redes sociales, ese argumento se expande yendo desde visiones xenófobas o abiertamente racistas, hasta los que sacan cálculos electorales de corto plazo, acusando que la elección de nuestras autoridades no puede quedar en manos de los extranjeros. Se apunta a comunidades específicas como la venezolana, la de mayor presencia en el país, vinculándola de manera liviana al crimen organizado, como si éste fuera un ente representativo de miles y miles de personas, y no la cúspide de una pirámide depredadora que oprime y aplasta a los más vulnerables a sangre y fuego.
Así dadas las cosas, quitar el derecho a voto a personas extranjeras en nuestro país sería del todo razonable y seguramente sería muy aplaudido por muchos votantes en las elecciones venideras.
Pero olvidan Manucheri y Ciciarndini que los Derechos Humanos siempre deben ser progresivos y que las fuerzas democráticas y progresistas, así como los Estados mismos, debiesen siempre promover su profundización y nunca su involución.
Un poquito de historia
Si hacemos el paralelo a la discusión que tuvo lugar sobre la esclavitud a partir del siglo XVIII y XIX, nuestra naciente República habría tardado muchas décadas en decretar la libertad de vientre que Carrera decretó el año 1811.
Efectivamente, con esa medida visionaria y valiente de nuestros padres de la patria, quedamos en una anomalía respecto al mundo. Los Manucheris y Ciciardinis de la época habrían, seguramente, propuesto retrotraer la medida a la espera de que otros países la implementaran.
Recordemos que la Ley de Libertad de Vientres, promulgada en Chile el 11 de octubre de 1811 bajo el gobierno de José Miguel Carrera, estableció que los hijos nacidos de esclavas serían libres, prohibió la importación de nuevos esclavos y otorgó libertad a aquellos que permanecieran en el país por más de seis meses.
Pero, como sabemos, esta ley enfrentó una fuerte oposición antes y después de dictarse. Y se concatenó con la discusión de la abolición completa de la esclavitud en nuestro país, la cual se aprobó hasta 1823.
Los principales argumentos para oponerse eran que se vulneraba el derecho a la propiedad. Mariano Egaña argumentaba que la disposición “ataca abiertamente el sagrado derecho de propiedad” y que los esclavos eran propiedad exclusiva de los ciudadanos, por lo que no podían ser despojados sin una indemnización adecuada.
También se indicaban impactos económicos asociados a la liberación de los esclavos que afectarían negativamente la economía doméstica y la estructura familiar, ya que muchos esclavos trabajaban en el servicio doméstico y en actividades productivas rurales esenciales. Algunos sostenían que la abolición podría desmantelar el orden familiar y social establecido.
Incluso, los amos de esclavos invocaban “problemas humanitarios”. Existía preocupación por el bienestar de los esclavos una vez liberados, especialmente de aquellos que eran ancianos o enfermos. Se argumentaba que, sin la protección de sus antiguos amos, podrían quedar en situación de abandono y sin medios de subsistencia, además de caer en conductas criminales.
Estos argumentos reflejan las tensiones y desafíos que enfrentó Chile en su camino hacia la abolición total de la esclavitud, proceso que culminó con la ley de 1823, convirtiendo al país en uno de los primeros en América en eliminar esta práctica. De esta manera, nuestra naciente República siguió en los hechos el principio de progresividad de los Derechos Humanos.
Países como Francia abolieron la esclavitud luego de varios avances y retrocesos. En 1794 abolió la esclavitud en todos sus territorios, aunque fue reinstaurada en 1802 y abolida definitivamente en 1848.
1804 Haití proclamó su independencia y abolió la esclavitud, convirtiéndose en la primera nación en hacerlo en América.
La gran mayoría de los países americanos abolió la esclavitud hacia mediados del siglo XIX.
En 1865, luego de una cruenta guerra civil, Estados Unidos abolió la esclavitud con la ratificación de la Decimotercera Enmienda. Cuba, bajo dominio español, lo hizo en 1886. Brasil promulgó la Ley Áurea en 1888, aboliendo la esclavitud y convirtiéndose en el último país de América en hacerlo.
Es importante puntualizar que, aunque estas fechas marcan la abolición legal de la esclavitud en cada país, las condiciones de vida y trabajo de las poblaciones liberadas no mejoraron inmediatamente, y en muchos casos, persisten hasta hoy formas de explotación, discriminación y esclavitud moderna.
De acuerdo a la “doctrina Manucheri-Cicciardini” nuestro país debería haber abolido la esclavitud una vez de asegurarse no haber caído en una “anomalía” como ocurre hoy con el derecho a voto de extranjeros en el país.
Lo cierto es que los derechos políticos de los migrantes en todas partes del mundo, así como los de los esclavos en los siglos anteriores, se restringen o se niegan porque son la base del trato desigual en las estructuras económicas y sociales que permiten discriminación, explotación y maltrato.
En lo referido específicamente a derechos civiles y políticos, sin voto para extranjeros, no hay prioridad de los Gobiernos y legisladores para atender sus problemas y demandas, y quedan “regulados”, en la práctica, por intereses privados.
Por otra parte, una población con menos derechos, de personas de “segunda categoría”, deshumanizadas a través de la racialización y la xenofobia integran los contingentes de la esclavitud actual, objetos de la super explotación y la trata de personas en sus diversas variantes e intensidades.
Dimensión del “problema de voto migrante”
La historia del derecho al voto transitó por diversas etapas hasta llegar a la votación de todos los adultos más allá de su género, raza, etnia, condición económica o posición social.
El derecho a voto a las personas extranjeras en nuestro país, durante muchos años, fue un ejemplo de políticas evolutivas que lo colocaban a la vanguardia mundial, siendo un ejemplo de universalidad del voto en democracia.
En medio de una crisis de representatividad de las fuerzas políticas en el país, se manifiestan discursos y propuestas de medidas hacia el sistema electoral, que cuestionan la posición de vanguardia del Chile en la universalidad del voto, llevándonos hacia los siglos XVIII y XIX en que primaba el carácter censitario del voto.
Recordemos que el otro gran argumento que enarbola la “doctrina Manucheri-Ciciardini” es que no podemos dejar en manos de los inmigrantes la decisión de quién preside o legisla en el país. Pero veamos que asidero tiene esta aseveración.
El padrón actual tiene un 5% de extranjeros, algo así como dos comunas grandes. Cuesta imaginar que todos voten por un mismo candidato, así que lo normal es que se inclinen por diversas opciones en disputa. Cuesta pensar que ese 5% sea decisivo.
Si el tema es Venezuela, partamos del supuesto de que todos, o una gran mayoría, voten por una opción presidencial. Sería como si la Ciudad de los Ángeles con un padrón de 174 mil habilitados para votar decidiera la elección nacional. Con un 1% del padrón, a todas luces, no le estamos regalando la presidencia a los venezolanos, ni a ninguna otra comunidad migrante.

Detrás de esta discusión, más allá de los guarismos electorales que no cuadran con visiones catastrofistas de pérdida de soberanía nacional, lo que está en juego, en primera instancia, no son los votos migrantes. Lo que parece haber es una visión sesgada e instrumental de cómo llevar al caudal propio de votación, el sentimiento xenófobo y racista que la ultraderecha ha logrado instalar como sentido común en muchos y muchas ciudadanas que hoy votan bajo el régimen de voto obligatorio.
En vez de ponerse la meta de conquistar esas voluntades con propuestas progresistas, pareciera ser que resulta más fácil tratar de gritar más fuerte que la ultraderecha para ir por esos votos.
Querer cosechar desde ahí, nos pone en la disyuntiva de ser progresistas o reaccionarios.
Miguel Jara Gómez. Antropólogo Social, Magister en Educación y Comunicador Social, colaborador de El Maipo.
Nota: El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial El Maipo.