Todas las naciones que han podido avanzar hacia sociedades más estables y pacificas, varias de ellas luego de profundos desgarramientos, lo han hecho a partir de la construcción de sociedades más igualitarias e inclusivas, y no fomentando la creación de guetos sociales que la competencia agresiva y disociadora del neoliberalismo y su meritocracia solo agudizan.
En un artículo anterior, reconozco la legitimidad de la postura de Mauro Basaure sobre la meritocracia, pero ello no significa que haya que compartir el planteamiento político del tipo meritocrático que postula Basaure, publicado en El Desconcierto el 16.11.2024 bajo el título “Mérito: Una reivindicación necesaria para la renovación socialista”.
Al respecto, Basaure dice compartir las limitaciones de la meritocracia, pero no obstante ello insiste en ella como “principio igualitario” para luego invitarnos a “ir más allá del momento negativo”, sin explicar cómo sería posible pasar de ese momento negativo a su lado opuesto, en el marco de una sociedad concreta, extraordinariamente desigual, individualista y clasista como la nuestra.
¿Cuál es entonces el sentido político de abrazar la meritocracia, un modelo que solo viene a reforzar el existente, y del cual, además, sabemos de antemano que se reproduce dentro de un restringido circulo de privilegiados?
En efecto, la ideología neoliberal promovió la idea de que todos tienen igualdad de oportunidades, aunque en la práctica, esta premisa no se traduce en igualdad real, ya que las condiciones de origen social juegan un papel de filtro determinante a la hora de acceder a oportunidades.
Si por otra parte, tras el boom económico de la postguerra hasta la década de 1970 la meritocracia parecía que funcionaba en las economías capitalistas más desarrolladas -en parte debido a la existencia de instituciones socialdemócratas-, las sucesivas crisis económicas, la de 2008, por ejemplo, han acentuado las desigualdades a nivel global, evaporando con ello la ilusión meritocrática.
En el marco de esa hegemonía, Daniel Markovits, economista y filósofo, profesor al igual que Basaure, en su libro la “trampa de la meritocracia”, sostiene que la concepción meritocrática no solo evita que las “clases medias y bajas aspiren a escalar en los estratos sociales, sino que también afecta a las clases más pudientes”. Para recuperar la inversión en escuelas de elite, dice este profesor de la Universidad de Yale, “y lograr que esa inversión sea devuelta a través de ingresos, lleva a muchos profesionales privilegiados a trabajar de forma extenuante y nociva para su bienestar y el de quienes los rodean”.
¿Y cómo andamos por casa? Aun con la evidencia empírica que arrojó la revuelta social, el país sigue ahí, acumulando contradicciones y convirtiéndonos, día tras día, en una sociedad con clases sociales cada vez más rígidas, en la que la elite se vuelve más selectiva y persevera en ello poniéndole más efectivos cerrojos a sus privilegios. Siguiendo el razonamiento de Markovits, ¿no es acaso esto una moderna forma de aristocracia?
En algunos casos esos cerrojos son los mismos de antes: la cuna en la que se nació, el origen social, el lugar de nacimiento, la herencia; otros, que refuerzan los anteriores, como la educación, que determina y reproduce el acceso al poder político, a la gestión de las empresas y a ocupar puestos clave en la superestructura de la sociedad.
En definitiva, se perpetua el ciclo de privilegios en beneficio de “los pocos superiores”, al decir de Nietzsche, acentuándose indefectiblemente las brechas de desigualdad.
Por ello, no debiera alarmar a nadie el argumento del economista Roberto Pizarro, cuando en su columna del ya citado medio, afirma que “los perdedores en la carrera meritocrática serán siempre los mismos: los que nacieron en La Pincoya o en La Pintana, y que terminan de conserjes, limpiadores, obreros de la construcción, o en otros trabajos similares”.
Dicho y hecho. Con algún conocimiento de causa, agregamos que ese destino se puede extender a muchas más comunas de la Región Metropolitana, las grandes urbes y sus periferias. Pero incluso al interior de las comunas ricas, en las que también existe pobreza oculta.
Toda esa realidad concreta y material es para Basaure un tema abstracto, sujeto a una “distinción entre principios normativos abiertos a su continua reinterpretación y esfuerzos de institucionalización” que yo espero, en verdad, que no se siga institucionalizando más de lo que ya está. Tenemos una interpretación radicalmente distinta de los hechos y las causas que generan el estado de cosas en el que ocurre la interacción social, y en eso Basaure tiene razón al reconocerlo.
De mi parte, me reconozco del mundo de los socialistas que asumen que, para construir una sociedad más igualitaria y justa, es indispensable y prioritario dejar atrás el Estado subsidiario, reemplazándolo por un Estado social democrático que asegure la provisión de aquellos bienes públicos esenciales para el desarrollo de una vida digna y decente.
De hecho, todas las naciones que han podido avanzar hacia sociedades más estables y pacificas, varias de ellas luego de profundos desgarramientos, lo han hecho a partir de la construcción de sociedades más igualitarias e inclusivas, y no fomentando la creación de guetos sociales que la competencia agresiva y disociadora del neoliberalismo y su meritocracia solo agudizan.
Además de los objetivos políticos, será necesario reconocer que para alcanzarlos tendrá que producirse una imbricación profunda entre el relato por el cambio y las múltiples expresiones de la sociedad civil. Esa expresión, en el ámbito de la empresa, es el sindicato, ausente en el discurso meritocrático de Basaure.
Es el sindicato el espacio en el que el trabajador y la trabajadora pueden plantearse mejorar sus condiciones laborales, reivindicativas, culturales y salariales y emparejarlas con otras realidades de un mismo sector productivo, o de servicio, cuando mediante la negociación colectiva, se realiza por rama o multinivel. La negociación ramal es, a no dudarlo, una parte más civilizada de la relación capital-trabajo, que en el caso de nuestro país es groseramente asimétrica.
La globalización, seguida por cambios tecnológicos, automatización, robótica e inteligencia artificial ha intensificado la precarización laboral. Estos procesos transforman los mercados laborales y generan trabajadores sin protección, como los de plataformas digitales.
En este contexto, fenómenos como el desempleo forzoso o desastres naturales potencialmente creados por la crisis climática, subrayan la necesidad de políticas inclusivas, como la Renta Básica Universal, que evite seguir por el camino del desmembramiento de la sociedad exacerbado por el neoliberalismo. Es la hora de soluciones universales con foco en la igualdad y la solidaridad.
Columna publicada por El Desconcierto el 22 de noviembre de 2024
Para El Maipo, Carlos Cerpa Miranda, Ex concejal y ex director laboral Banco del Estado. Colaborador de El Maipo.
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