La decisión presidencial de reconvertir el penal de Punta Peuco en una cárcel común ha reavivado el debate sobre los llamados “abuelitos de Punta Peuco”. Sus defensores insisten en una imagen humanitaria: hombres mayores, enfermos, que merecen compasión por el solo paso del tiempo. Pero detrás de esa narrativa sentimental se oculta un dato esencial: quienes cumplen condena en ese recinto no son presos comunes ni víctimas de una injusticia tardía, sino autores de crímenes de lesa humanidad, delitos imprescriptibles e inamnistiables según el derecho internacional y el propio ordenamiento jurídico chileno.
En el derecho penal, la humanidad del castigo no se contrapone al cumplimiento de la pena. La compasión no es impunidad. Existen mecanismos de reducción o sustitución de sanciones basados en arrepentimiento, reconocimiento de culpa o compromisos de no reincidencia, pero ninguno de ellos se ha verificado en el caso de los internos de Punta Peuco. Ninguno ha mostrado un arrepentimiento eficaz —esa decisión de impedir o reparar el daño causado—, porque su silencio ha sido sistemático y, en muchos casos, ha obstaculizado la búsqueda de los cuerpos de las víctimas. Tampoco existe arrepentimiento posterior, que implicaría colaboración activa con la justicia o reparación moral del daño.
Por el contrario, la mayoría de los condenados ha persistido en el negacionismo y la justificación de sus actos, negando la tortura, las ejecuciones y las desapariciones. No ha habido reconocimiento de culpa ni confesión sincera que permita aminorar su responsabilidad penal o moral. Y mucho menos un compromiso de no reincidencia, porque para eso se requeriría reconocer que lo cometido fue un crimen, no un servicio patriótico ni una “guerra interna”.
El derecho penal moderno se funda en la idea de responsabilidad individual y posibilidad de reinserción. Pero no puede haber reinserción sin verdad ni arrepentimiento. Punta Peuco ha sido, durante décadas, un símbolo invertido de esa lógica: una prisión especial, cómoda y separada, que contradice el principio de igualdad ante la ley.
Convertirlo en una cárcel común no es un gesto de venganza, sino un acto de coherencia republicana. El Estado chileno no puede seguir albergando un espacio de privilegio para quienes negaron la humanidad de sus víctimas y, aún hoy, rehúsan reconocer su culpa.
Llamarlos “abuelitos” es un intento de desviar la atención del fondo moral y jurídico del asunto. No son ancianos inocentes, sino personas que, pese al paso del tiempo, no han manifestado ninguna de las condiciones que el derecho reconoce para la atenuación o redención penal. Lo único que envejeció en Punta Peuco no fue la conciencia de sus internos, sino la paciencia de un país que ya no puede seguir tolerando la desigualdad ante la justicia.
Para El Maipo, Álvaro Ramis, Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.



