Miércoles, Julio 2, 2025

¿Libertario o libertino? El gobierno de los mil insultos, por Constanza Schaub R.

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La violencia verbal desde el poder no solo silencia disidencias: también educa en el desprecio.

Hay quienes creen que gobernar es simplemente gritar más fuerte que el resto. Y si además el grito viene condimentado con un buen insulto, mejor aún. Porque al parecer, en esta Argentina libertaria, la grosería no solo cotiza al alza: también se aplaude.

Javier Milei, el presidente economista autodenominado “Fenómeno Barrial”, ha proferido —según registros verificados— más de mil insultos en poco más de un año de gestión. No mil ideas, no mil propuestas, no mil consensos. Mil agravios. Mil formas de decirle al que piensa distinto que no solo se equivoca, sino que merece ser tratado como rata, mandril, excremento humano o zurdo de mierda. Un verdadero festín del desprecio.

Pero que no se malentienda: esto no tiene que ver con buenos modales. No se trata de exigirle a un presidente que se exprese como académico en aula magna, ni que cite a Kant antes de anunciar una ley. Es que el problema no es el tono. El problema es que la descalificación se ha convertido en el único argumento político del régimen libertario. Milei no debate: ridiculiza. No confronta ideas: cancela personas. No gobierna desde la razón, sino desde la agresión.

Y mientras tanto, una parte de la sociedad lo celebra. Lo celebra como si fuera valiente decirle ensobrado a un periodista desde la cuenta oficial de Presidencia. Como si fuera revolucionario burlarse de un niño autista que defiende la educación pública. Como si humillar a la diversidad fuera sinónimo de coraje.

El silencio que deja el miedo

Lo realmente preocupante no es que el presidente insulte. Lo preocupante es lo que provoca su violencia verbal en el resto de la sociedad. Lo que genera en quienes eligen callar antes que exponerse al escarnio de los trolls del gobernante. En docentes que temen cuestionar políticas porque saben que las cámaras están más pendientes del tuit que del aula. En ciudadanos que prefieren la autocensura al linchamiento digital.

La libertad de expresión, esa que tanto se invoca para defender lo indefendible, no se extingue solo con leyes mordaza. A veces basta con tener un presidente que amenaza con palabras, y un ejército de seguidores que ejecutan con odio. Basta con que opinar tenga consecuencias. Basta con que el miedo gane.

El espejo que mira la infancia

Y luego están ellos: los niños, las niñas, los adolescentes. Esos que crecen en un país donde la máxima autoridad llama “imbécil” al que piensa distinto, y donde “ganar” es denostar al adversario en horario estelar. ¿Qué aprenden de todo esto? Que insultar es legítimo. Que la empatía es debilidad. Que la agresión es liderazgo.

Los educadores intentan enseñar convivencia, respeto, escucha activa. Pero ¿cómo competir con un presidente que les muestra —día a día, tuit a tuit— que lo que vale es lo contrario? ¿Cómo revertir ese modelo, si el ejemplo institucional es justamente el que premia la crueldad?

¿Y después qué?

El insulto tiene fecha de vencimiento. Funciona un tiempo, entusiasma a algunos, pero eventualmente se vuelve insuficiente para sostener el poder. ¿Qué pasa cuando gritar ya no alcanza? ¿Qué viene después? ¿El castigo físico? ¿La persecución judicial? ¿Los “enemigos internos” convertidos en amenazas a erradicar?

La violencia en política no aparece de golpe. Se prepara. Se relativiza con memes. Se ensaya con sarcasmos. Se legitima con retuits. Y luego, cuando el terreno está abonado, aparece en las calles, en los despachos, en las leyes.

Defender el lenguaje es defender la democracia

No hay democracia sin palabras. Sin palabras que expliquen, que disientan, que propongan. Cuando la palabra se convierte en piedra, el silencio deja de ser elección y pasa a ser refugio. Y eso, por más libertario que suene, es autoritarismo.

No, no es gracioso tener un presidente que insulta. No es disruptivo. No es valiente. Es peligroso. Porque cuando el poder se ejerce a los gritos, la violencia desatada ya no es una posibilidad: es solo una cuestión de tiempo.

Constanza Schaub R. Periodista.

El Maipo.

Nota: El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de sus autores, y no refleja necesariamente la línea editorial El Maipo.

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