Una de las grandes tensiones que desafían a la democracia actual radica en la difícil convivencia entre la libertad de expresión y prevención de los efectos de la desinformación. Esta tensión ha motivado que el Ministerio de Ciencia haya establecido en 2023 una comisión asesora centrada en este fenómeno. De la misma forma, nuestro país ha sido sede entre el 2 y el 4 de mayo de la trigésima Conferencia Mundial del día mundial de la libertad de prensa.
Como es evidente, no estamos ante un problema que solo afecta a nuestro país. Hace sólo una semana España se remeció ante el anuncio del presidente del gobierno Pedro Sánchez, que decidió reflexionar durante cinco días respecto a su continuidad en el cargo debido a la dureza de las campañas de difamación que le ha tocado vivir, y que en el último período han afectado también a su esposa.
Aunque Sanchez decidió continuar su mandato, la pregunta por los límites regulativos de la comunicación política en las sociedades democráticas quedó abierta. No es de fácil armonización el ejercicio de la libertad de prensa con el resguardo de ciertas condiciones del debate público sin las cuales la posibilidad de concretar la hipótesis democrática se hace imposible.
La cobertura del atentado a Carabineros en Cañete es un caso reciente, que debería llevar a reflexionar sobre la abundancia de las hipótesis no contrastadas, el oportunismo partidario, las teorías de la conspiración y otras formas de dinamitar las acciones conducentes a procesar un acontecimiento tan trágico y brutal.
La dificultad de compatibilizar la libre expresión, la autonomía de los medios de prensa junto al respeto a la dignidad de las personas y de las instituciones tiene larga historia. Pero solo en nuestro tiempo ha adquirido un carácter tan dilemático. Se confrontan posturas que son claramente incompatibles. La existencia de redes casi industriales de desinformación, creadas ex profeso con ese fin, desafían la idea misma de la convivencia plural.
Para abordar este problema es conveniente recordar que ya en los años ochenta Jürgen Habermas trabajó en identificar ciertas precondiciones universales de la comunicación, labor que dio como resultado su teoría de la acción comunicativa. Esas precondiciones no son otra cosa que las exigencias mínimas que nos debemos como sociedad para poder compartir un espacio común. Sin esas condiciones de posibilidad todo debate público es inviable porque para poder entendernos necesitamos unas bases muy elementales que nos permitan saber que lo que estamos diciendo es creíble y aceptable.
Lo que Habermas determinó se resume en tres conceptos: verdad, veracidad y rectitud normativa. La validez de la comunicación política debería regirse por estas tres condiciones de validez. Por supuesto, podemos tener diferencias sobre lo que consideramos verdadero o falso, sobre la verosimilitud de ciertos enunciados, o sobre la legalidad de ciertos procedimientos. En un debate sincero podremos abordar esas diferencias e interpretaciones. Pero lo que Habermas nos plantea es que el acto de comunicación debe tener esas intencionalidades, aunque se esté de forma involuntaria en el error o en otra condición semejante.
Lo que destroza la democracia es que un determinado actor informativo, o una cuenta en las redes sociales, o un grupo de interés, se dedique a sabiendas, planificadamente, industrialmente, a mentir descaradamente, a sabotear las pequeñas certezas compartidas conseguidas en base a la evidencia, o a boicotear las normas y marcos legales que se han construido de forma legítima sin otra intención que destruirlos.
Por eso la desinformación actual no es la promoción de ideas legítimas o interpretaciones válidas de la realidad. Es la acción intencional que busca romper la posibilidad misma de conversar, de confrontar hechos y datos, contrastar las normas vigentes o diferir de manera sincera y honesta.
Para más complejidad, hoy las posibilidades de la inteligencia artificial, aplicada a la práctica desinformativa pueden conferir credibilidad a la más disparatada de las tácticas de engaño masivo. El peligro es evidente.
Ya en 1994 se produjo en Ruanda uno de los genocidios más masivos y espantosos de la historia humana. Casi un millón de personas perecieron en un conflicto étnico, que fue gatillado por las prácticas de desinformación radial que distintos actores armados diseñaron para movilizar los odios latentes en esa sociedad. Si eso fue posible por la vía de un medio tan simple como la radio, cuanto más peligrosa resulta la nueva tecnología que nos podría mostrar imágenes altamente creíbles que desaten la violencia reactiva de la población.
Tal vez el nuevo rol de los medios públicos de comunicación ya no debería ser el de informar cómo lo han hecho hasta ahora. Sino de ejercer de filtros en este proceso de desfondamiento de las posibilidades de entendernos.
El nuevo futuro de la comunicación pública requiere pluralidad de medios absoluta, combinada con una institucionalidad pública, autónoma y de base científica y racional, que se dedique a chequear, contrachequear y verificar los elementos que deberían permanecer fuera de la legitima discusión de la sociedad. Este es un programa aún por definir y construir pero que resulta indispensable si deseamos que la convivencia en sociedad sea viable.
Columna publicada por The Clinic el 5 de mayo de 2024.
Para El Maipo: Álvaro Ramis, Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC), colaborador de El Maipo.
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