Miércoles, Octubre 8, 2025

“Las desapariciones forzadas en Estados Unidos recuerdan a dictaduras latinoamericanas” afirma Kate Doyle

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Por Sebastiaan Faber.

Después de la primera victoria electoral de Trump, el cómico Trevor Noah, nacido en Johannesburgo, bromeaba con que, por primera vez en su historia, Estados Unidos sería gobernado por un dictador africano. Ahora que el segundo régimen trumpista ha convertido la desaparición forzada en una táctica preferida para sembrar el miedo entre la comunidad inmigrante, la comparación que se impone es otra: ¿Estados Unidos se está convirtiendo en una dictadura latinoamericana? Y, si es así, ¿qué podemos aprender de la experiencia histórica de países como Chile, Guatemala y Argentina para afrontar el momento actual?

Esta fue la pregunta que debatieron seis expertos a finales de abril en una conversación auspiciada por la Agencia de Washington sobre Latinoamérica (WOLA) y el Archivo de Seguridad Nacional, una organización sin ánimo de lucro que lleva casi 40 años dedicada a investigar la política exterior del gobierno norteamericano en base a documentos desclasificados. Un mes después, hablo sobre el tema con una de los organizadores, Kate Doyle (Nueva York, 1960), analista del Archivo especializada en México y Centroamérica.

La desaparición forzada de personas a manos de ICE, la policía de inmigración, no es la única táctica empleada por el gobierno estadounidense actual que nos recuerda a las dictaduras militares de los años setenta y ochenta en Latinoamérica.

Hay muchos más indicios. Para mí, el mayor quizá sea la forma en que el gobierno ha empezado a enredar, como los tentáculos de un gran pulpo, todas las instituciones del país y todos los aspectos de la vida pública y privada de todos y todas las que vivimos aquí, desde el sistema educativo y las universidades hasta los medios de comunicación o el sistema sanitario. Así como ocurría en Chile, Argentina o Guatemala, el régimen –a estas alturas, un término más apto que “gobierno”, aunque obviamente no se trata de una dictadura militar– pretende controlarlo todo: lo que se enseña en las clases, lo que se debate en la esfera pública, qué medios serán o no permitidos. Ese control lo estamos sintiendo todos. Es una sensación que produce sorpresa y desconcierto, dado que hemos estado acostumbrados durante muchos años a vernos por un lente excepcionalista.

Hasta ahora, ha habido cierto trecho entre lo dicho y hecho. ¿Es importante distinguir entre acciones concretas –detenciones, deportaciones, despidos– y amenazas que hasta la fecha han quedado vacías? ¿Cuál es la función de la retórica en todo esto?

Para empezar, veo una relación muy clara entre acciones y amenazas. El arresto puntual de Mahmoud Khalil en Nueva York, por ejemplo, seguido de su detención en Luisiana, a miles de millas de distancia, ha servido para que cientos de miles de inmigrantes, sobre todo estudiantes críticos con el gobierno, se sientan amenazados e intimidados. La retórica, que muchas veces tiene resonancias religiosas, sirve a su vez para reforzar y legitimar la restricción de los derechos civiles. En Latinoamérica en los años setenta, el discurso legitimador de los regímenes militares se construía sobre el concepto de subversión, dentro del marco anticomunista de la Guerra Fría.

“Todos sabemos qué quiere decir cuando dice que hay gente que no “pertenece” a este país

Todo el mundo –periodistas, estudiantes, profesores, amas de casa– podía ser “subversivo”; bastaba que el régimen te identificara como tal. Ahora bien, ese mismo tropo lo veo emerger en la retórica del régimen trumpista. Aún no se ha plasmado en un solo concepto clave, pero todos sabemos qué quiere decir cuando dice que hay gente que no “pertenece” a este país. En la retórica del trumpismo, el supremacismo de siempre se envuelve en cierta bruma evangélica, pero todo queda reforzado por la idea del orden, cuya importancia se impone sobre cualquier derecho, y que es mantenido con toda la violencia que haga falta.

En ese sentido, me ha llamado la atención el empleo cada vez más frecuente de la frase “es un privilegio, no un derecho”. Se empezó a usar en el contexto de los visados y los permisos de residencia, pero ya se está extendiendo a áreas plenamente constitucionales, como el derecho a la ciudadanía por nacimiento o el derecho a impugnar una detención (due process).

Algo que me recuerda muchísimo de los regímenes latinoamericanos es el uso de la mentira descarada y del silencio administrativo –que no deja de ser una forma de gaslighting– para paralizar políticamente a la ciudadanía. Esta táctica se ve muy claramente en los casos de desaparición forzada en Latinoamérica. Cuando se suponía que tu pareja, tu hija o tu padre iba a presentarse en algún lugar pero no aparece, tú te pones a llamar a sus amigos, a rastrear su huella, a buscar en hospitales y en la morgue. Si eres valiente, reclamas a la policía, al ayuntamiento o hasta a un congresista. Y estos, ¿qué te responden? Te dicen no solo que no saben de qué estás hablando, sino que insinúan, digamos, que tu padre puede haber sido un subversivo y que probablemente esté en Cuba con su otra esposa, que te ha abandonado. Ahora bien, esa constante tergiversación de la realidad es desconcertante, terrorífica, porque te hace cuestionar tu experiencia, dudar lo que sabes que ha pasado. Y todas las instancias a las que, normalmente, recurrirías –la policía, las instituciones, el Estado– te mienten o, peor, te amenazan también a ti. La sensación de desamparo en esas situaciones es tremenda. Y es exactamente lo que vemos que está pasando con las desapariciones forzadas de los últimos meses en Estados Unidos.

También estamos viendo la violación de espacios que antes se consideraban seguros: ya ha habido detenciones en juzgados, en escuelas, en iglesias…

Es difícil exagerar lo inaudito de esta situación. En los años ochenta, cuando miles de personas huían de las guerras civiles en Centroamérica, cruzando la frontera norteamericana sin papeles, nació el movimiento santuario para crear espacios seguros para esos refugiados, sobre todo en las iglesias. Incluso con Ronald Reagan como presidente, la gran mayoría de los policías y sheriffs respetaban esos santuarios. No se atrevían a violarlos. Hoy, en cambio, ocurre todo lo contrario. ¿Qué significa esto? Significa que, en menos de cinco meses, el régimen ha reventado no solo la idea de que vivimos en un Estado de derecho, sino la idea de que Estados Unidos cuente con una arquitectura moral cimentada sobre una serie de valores compartidos.

¿Qué significa esto para las tácticas de resistencia? ¿Qué lecciones podemos sacar de la experiencia latinoamericana en ese sentido?

Para contrarrestar el silencio y las mentiras de las autoridades, es sumamente importante crear infraestructuras alternativas para compartir información y comprobar datos. Esto ya está ocurriendo. Por ejemplo, se han montado redes de observación por todo el país para alertar a la gente sobre las actividades de ICE, la policía migratoria. También se han reactivado las redes de ayuda mutua que se crearon durante la pandemia. De lo que se trata, en realidad, es de construir ecosistemas que integren a activistas, organizaciones, periodistas, abogados y que no solo compartan información, sino que proporcionen ayuda legal, asistencia alimenticia u otros servicios. Lo más importante que podemos hacer hoy es jugar un papel, aunque sea modesto, en esos ecosistemas.

En Latinoamérica, ecosistemas similares se vieron reforzados por una infraestructura de solidaridad internacional. En el caso de Estados Unidos, que siempre se ha creído excepcional, parece contraintuitiva la idea de que el mundo se movilice en solidaridad con las víctimas de su propio gobierno.

Entiendo lo que dices, pero la verdad es que esa solidaridad internacional ya hace tiempo que se ha activado. Por solo dar un ejemplo, hay grupos de mujeres mexicanas que han ido enviando píldoras de aborto a regiones en Estados Unidos donde esa medicación está restringida. De aquí en adelante, los estadounidenses tendrán que acostumbrarse a pedir y aceptar formas de solidaridad internacional. Por otra parte, no hay que subestimar la importancia del derecho internacional. Estados Unidos es parte de la Convención Interamericana, por ejemplo –es muy posible que las primeras denuncias ya se hayan presentado–, que expresamente prohíbe las desapariciones forzadas. Y después están las Naciones Unidas. Finalmente, hay países por el mundo entero que reconocen la vigencia de la jurisdicción universal y donde, por tanto, se pueden denunciar violaciones de derechos humanos perpetradas aquí si resultan lo suficientemente graves.

Los estadounidenses tendrán que acostumbrarse a pedir y aceptar formas de solidaridad internacional”

¿Será similar a lo que vimos a principios de siglo, cuando hubo causas internacionales contra miembros de la administración de George W. Bush por torturas y otros crímenes?

Creo que será diferente. A pesar de la indignación que hubo entonces por la conducta del gobierno norteamericano –una indignación que sustituyó en poco tiempo a la solidaridad mundial inspirada inicialmente por los atentados del 11 de septiembre–, Estados Unidos aún era respetado en el mundo, o al menos era temido lo bastante como para que esas causas no prosperaran. Hoy, la situación es distinta. Como bien recordarán tus lectores en España, el gobierno norteamericano presionó con éxito al español para restringir la aplicación de la jurisdicción universal. Ese tipo de presión sería mucho menos efectivo hoy, dados los cambios que ha habido con respecto a Estados Unidos en la opinión pública mundial en los últimos diez años, desde el primer gobierno de Trump. El mundo está observando lo que ocurre en Estados Unidos con alarma, pasmo y, claro, bastante miedo.

El éxito de cualquier tipo de recurso legal, en Estados Unidos o en otras partes, dependerá de las pruebas que se puedan colegir –pruebas documentales del tipo que ustedes, en el National Security Archive, llevan reuniendo desde hace décadas–. En ese sentido, llama la atención no solo el secretismo del régimen trumpista, sino su guerra abierta contra la transparencia y los archivos.

No cabe duda alguna de que los archivos están en la diana del régimen. Sabemos que algunos ya se han destruido directamente, incluidos los de la agencia USAID. Los recortes también han diezmado al personal de los llamados “FOIA offices”, los despachos en cada agencia gubernamental encargados de cumplir con las normas de transparencia, concretamente la Ley de Libertad de Información o FOIA. Y los Archivos Nacionales (NARA), mal financiados durante años, ahora se ven, además, obligados a revisar cómo cuentan la historia de este país.

Un desastre.

Sí, el panorama es escandaloso y triste. Pero, para volver a tu pregunta sobre pruebas, la labor que nos toca emprender, de forma urgente, silenciosa y resuelta –y que ya hemos empezado en nuestra organización– es ponernos a recopilar cuanta documentación podamos. A pesar de la erosión de la FOIA, la ley aún nos sirve como instrumento. Cada vez que tramitamos una petición de transparencia, garantizamos la preservación de los documentos en cuestión, dado que la ley estipula que nada se puede destruir hasta que la petición se resuelva.

Algo es algo.

Claro que sería genial poder descubrir y difundir hoy mismo todo lo que el gobierno está intentando ocultar. Siendo realistas, es difícil que eso ocurra. Además, nosotros no somos periodistas. Trabajamos con otra perspectiva temporal. Si nos esforzamos por preservar y recopilar el archivo, es porque estamos seguros de que llegará un futuro en que podamos llamar a capítulo a los representantes del régimen actual, sea en una comisión de la verdad o, por qué no, a través de juicios criminales.

Sebastiaan Faber, Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College, entrevista a Kate Doylem quien es analista sénior de política estadounidense en América Latina en el Archivo de Seguridad Nacional. Dirige varios proyectos de investigación importantes, entre ellos el Proyecto Guatemala, que recopila documentos desclasificados de los gobiernos de Estados Unidos y Guatemala sobre la historia compartida de ambos países desde 1954, y el Proyecto Evidencia, que vincula el derecho a la verdad y el acceso a la información con las luchas por los derechos humanos y la justicia en América Latina.

El Maipo/CTXT

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