Por Paco G.Y.
La Convención de las Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación ha advertido que una superficie del tamaño de Asia Central se ha degradado por la sequía, la salinización y el uso excesivo desde 2015.
Aprender lo que puede crecer en el mar de Aral podría aportar soluciones para otras partes del mundo que se enfrentan a problemas similares, desde la cuenca del lago Chad en África occidental hasta el Gran Lago Salado en Utah, Estados Unidos, pasando por el sur de España.
A partir de la década de 1960, las autoridades soviéticas desviaron los ríos que desembocaban en el mar de Aral para producir algodón en los campos cercanos. Sin fuentes naturales que lo rellenaran regularmente, el gran lago empezó a evaporarse, los niveles de agua cayeron en picado y el mar en retirada dejó tras de sí un suelo cada vez más salino e improductivo.
El cambio climático no hizo más que agravar las condiciones antes descritas. El nivel de desertización del Mar de Aral se hizo cada vez mayor y a día de hoy del mayor lago interior del mundo apenas si sobrevive un 10%. El resto es un erial sin fin y prácticamente sin provecho.
Además, un espacio que era un sumidero natural de CO2, desde que comenzó a secarse trastocó sus funciones, por lo que es una fuente de emisión de dióxido de carbono, con efectos drásticos en el balance mundial. Todas estas características han convocado a los científicos, que lo consideran un ‘laboratorio vivo’ y estudian en el mar de Aral las posibles causas y soluciones a problemáticas similares en el resto del mundo.
Lo que queda del Mar de Aral
«Si no fuera un desastre, podríamos decir que es increíble». Con esas palabras, el ecólogo Rafael Marcé intentaba describir la escena ante sus ojos al pisar por primera vez el Mar de Aral. O lo que queda de él. Hace no tanto tiempo, sus aguas reflejaban el cielo del Asia Central.
Su interior estaba lleno de diversas formas de vida y las embarcaciones, cargadas de pescado, servían de sustento a las comunidades que habitaban sus riberas. De todo aquello, hoy apenas queda un desierto cubierto por una densa costra de sal. En solo medio siglo, el Mar de Aral ha pasado de ser el cuarto lago más grande del mundo a un paisaje árido, como consecuencia de decisiones humanas.
En la década de 1960, las autoridades soviéticas desviaron los ríos que lo alimentaban para convertir la región en el mayor proveedor de algodón del mundo. La próspera industria textil creció, pero el precio a pagar fue descomunal: el mar interior comenzó a encogerse y la vida en la región se convirtió en un acto de resistencia.
La pesca murió asfixiada por la sal y los químicos agrícolas. Muchos de los que vivían de ello abandonaron el territorio, cada vez más hostil, y quienes se quedaron se enfrentan a un aire lleno de polvo tóxico que provoca enfermedades respiratorias, cánceres y problemas renales.
El desastre del Mar de Aral no es solo un drama para los locales. Sirve como advertencia para todo el mundo. Lo que durante mucho tiempo sirvió como sumidero natural de CO₂ se ha convertido en una fuente de emisiones, algo que altera los balances de carbono a escala global. Por eso, la comunidad científica lo considera el mayor laboratorio vivo de la Tierra para estudiar las consecuencias de cambio hidrológico en un planeta que se recalienta.
Laboratorio a cielo abierto
Un equipo de científicos, liderado por los investigadores del Centro de Estudios Avanzados de Blanes del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) Núria Catalán y Rafael Marcé, ha emprendido una expedición hasta el lecho seco del Mar de Aral para estudiar los sedimentos del antiguo lago y su contribución al cambio climático.
«Cuando nos pusimos a ello, simplemente mirando el mapa, supimos que iba a ser una campaña excepcional y pensamos que había que documentarlo de alguna manera», recuerda Marcé. Así nació Memorias de un mar, el documental dirigido por la videógrafa Laura Carrau, que sigue al equipo en su viaje.
«El trabajo de un científico es hacer ciencia y publicar papers. El de un divulgador es tender un puente entre ese conocimiento y la sociedad«, explica Carrau. Su herramienta es el cine, un lenguaje capaz de traspasar las barreras del academicismo y conectar con la gente a través de las emociones. La ciencia puede parecer fría, un ejercicio de lógica que entra por el cerebro, pero el arte toca el alma.
El reto de Carrau con Memorias de un mar era fusionar ambos mundos sin que ninguno perdiera su esencia. Los científicos debían sentirse cómodos sin renunciar a la precisión, pero la narración necesitaba ser atractiva. «El rigor tiene que existir, pero quizás de una forma distinta a la que están acostumbrados», reconoce la directora.
No siempre es fácil. En uno de los primeros cinefórums en los que presentaron su obra, un investigador les reprochó que en el documentalfaltaban resultados. «Eso está muy bien, pero para eso ya están los papers«, replica Carrau con una sonrisa, convencida de que la divulgación tiene otra misión: despertar la curiosidad e invitar a la audiencia a acercarse al conocimiento científico.
Parece que funciona. La directora lo comprueba en cada proyección, cuando los asistentes se atreven a conversar con los científicos y lanzar sus propias ideas: «Me gusta que la gente no tenga miedo«.
Una expedición al centro del desastre de Aral
Memorias de un mar cuenta la historia del lago a través de tres generaciones de mujeres de una misma familia. La abuela aún recuerda cuando podía nadar en sus aguas al salir del colegio. Su hija creció sin conocer aquel mar. Para las nietas, todo aquello parecen casi historias mitológicas
Ellas representan la resiliencia de un pueblo que tuvo que abandonar la pesca y volcarse en la ganadería para sobrevivir. Hoy, recorrer el camino hasta la orilla es una larga travesía. Incluso con vehículos preparados, los investigadores tardan casi siete horas en llegar. «Soñamos con el regreso del mar«, anhela la anciana.
Cuando el equipo de investigadores alcanza finalmente las aguas del Mar de Aral, el paisaje que se abre ante ellos es espectacular. La superficie, debido a la elevada densidad, parece un espejo casi perfecto, que refleja el cielo sin casi ondulaciones. Una neblina constante cubre la vista, fruto de la evaporación por las altas temperaturas.
La escena deslumbra y, al mismo tiempo, es una advertencia silenciosa del impacto del Antropoceno —término empleado por una parte de la comunidad científica para referirse al periodo geológico en el que la actividad humana ha alterado significativamente el planeta—.
La expedición no está exenta de obstáculos. «Decidimos no hacer ninguna visita previa, aunque a posterior vimos que nos habíamos arriesgado demasiado. Te cambia las coordenadas de lo que es posible», cuenta Marcé.
Les esperaba un ecosistema acuático extremo, con condiciones de trabajo especialmente difíciles. La costra salina era tan dura que no podían utilizar sus equipos con normalidad para recoger las muestras. Los ecólogos estaban impresionados ante las vastas magnitudes de concentración salina, en torno a 180 gramos de sal por cada litro.
Las complicaciones se sucedían una tras otra. Avanzar con las furgonetas por aquel terreno árido era una batalla constante. Para evitar el polvo, los vehículos debían mantener distancia entre sí, pero esa misma distancia hacía que se perdieran unos de otros en mitad de la nada.
El documental plasma la dificultad de la expedición para acercar a los espectadores el lado más humano de los científicos, pero su directora confiesa que llegó a temer que no alcanzarían su destino: el corazón del Mar de Aral. «Llegué a plantearle a Rafa que igual teníamos que simular algo», reconoce Carrau. Poco después, la suerte comenzó a acompañarles y, finalmente, llegaron a siete kilómetros de lo que habría sido el punto más profundo del mar.
¿Qué nos deja un ecosistema perdido?
Hace solo 50 años, diez metros de agua hubieran cubierto sus cabezas en el Mar de Aral. Medio siglo después, la arena y la sal golpea sus rostros mientras trabajan en la orilla para extraer las muestras necesarias. El estudio en laboratorio de los oscuros sedimentos del antiguo mar, conformados por material orgánico, confirma la hipótesis de que el lecho seco libera a la atmósfera ingentes cantidades de CO₂.
Para Catalán, incluso en este escenario hay margen para la esperanza. «Si un impacto tan grande lo ha provocado el ser humano directamente, también podemos revertirlo, aunque sea en parte», sostiene convencida. Los resultados de la expedición trastocan lo que hasta ahora se sabía sobre el balance global del dióxido de carbono.
«Es increíble cómo todavía nos sorprenden cosas y hacemos descubrimientos muy relevantes que estábamos obviando», reflexiona Marcé. Por eso, defiende, si hay que luchar contra el cambio climático, «no es por las predicciones de lo que pueda pasar, sino precisamente por todo lo que no sabemos»
En la batalla contra la crisis ecosocial, Carrau defiende la importancia de escuchar a los científicos y establecer espacios de debate donde se vuelva sencilla la transferencia de conocimiento. «Es importante conocer la naturaleza para amarla. La parte emocional genera mucho impacto y desde ahí se puede generar el cambio», asegura.
¿Cómo enseñar la ciencia?
El arte puede ser una puerta de entrada para conectar con el conocimiento científico. Memorias de un mar es un claro ejemplo de esa sinergia. «Cuando haces un documental, suele haber unas normas no escritas.
En una expedición, eres el último mono porque la finalidad no es divulgar, si no recoger muestras», cuenta la directora. El respeto ha sido la clave de su éxito. «En ningún momento la hemos querido encajonar, sino que fuera libre de crear«, asegura Marcé.El ecólogo ha participado en numerosos proyectos divulgativos, pero reconoce que ninguno ha funcionado tanto como el del Aral. Trabajar con Carrau, cuenta, le ha enseñado que «la ciencia, como todo, también llega a través de la emoción«.
A raíz de esta iniciativa, Núria Catalán se ha involucrado en más colaboraciones con artistas para hacer más accesible la ciencia. Para el más reciente, sobre agua, cambio climático y mujeres, se ha asociado con una ilustradora para diseñar una exposición.
Su último proyecto, que explora la relación entre agua, cambio climático y mujeres, cobra vida con ilustraciones diseñadas para una exposición. «Hicimos una encuesta y vimos que ayudaba a las personas a entender mejor lo que explicábamos. Lo que más les había gustado eran los dibujos», explica la investigadora.
Memorias de un mar es el recordatorio de que la acción —o la inacción— humana puede cambiar el mundo en cuestión de décadas y una invitación para tomar medidas antes de que desastres ecológicos como el del Mar de Aral se repitan en otros puntos del planeta. Los encargados de contar su historia confían en que la alianza entre el arte y la ciencia permita escribir un futuro distinto.
El Maipo/ECOticias