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Viernes, Octubre 4, 2024

Cuando el racismo deshumaniza: invitación a pensar las migraciones contemporáneas y a las personas migrantes. Por María Emilia Tijoux

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El bien supone lo humano universal al mismo tiempo que el mal estaría del otro lado, del lado de lo inhumano o de lo que no es ni será nunca humano. Entonces el bien advierte –mirando al mal–, de la existencia de un enemigo construido en aquella deshumanización que lo coloca en el lugar de lo salvaje o lo incivilizado. Ese alguien deshumanizado siempre ha estado presente para ser perseguido o destruido en nombre del bien y de proyectos basados en un universalismo que supone que la sociedad debe ser homogénea.

Hace unas décadas, Chile se convirtió en un país de inmigración cuando se presentaba al mundo como económicamente exitoso. Eran los años noventa y la esperada transición democrática traía muchas promesas, entre ellas las de una mejor condición económica. En esos mismos años, las crisis económicas y políticas de los países vecinos provocaron la llegada de personas que migraron a nuestro país en busca de una vida mejor que únicamente traían consigo una fuerza de trabajo que comenzó a presentarse y a desplegarse en distintos rubros del trabajo precarizado. Eran trabajadores, pero los chilenos los veían como un peligro. Como un enemigo, que “robaba sus trabajos”.

Para los migrantes no hubo bienvenida. Inmediatamente comenzó contra ellos un rechazo basado en el temor a una extranjeridad peligrosa que cuestionaba la soberanía y la seguridad nacionales. Dicho rechazo nunca se fue. Permaneció como racismo, un sistema de dominación de carácter totalitario que abarca todas las dimensiones de la existencia. Fue así como una discriminación de carácter racista se puso a funcionar contra personas de Perú, de Bolivia, de Ecuador. Después contra las de Colombia, República Dominicana y de Haití. Actualmente sobre las personas de Venezuela que deben enfrentar la criminalización que proviene del par “migración-delincuencia” construido sistemáticamente por las políticas de estado y los medios de comunicación masivos.

Así, la relación entre “raza” y migraciones adquiría características particulares que ha configurado una relación universal desde la que se construyen paradigmas seudocientíficos que consolidan una mirada negativa común, o lo que hemos llamado “un sentido común político” sobre –y contra– los migrantes. El racismo, en tanto relación social, deja ver que la fuerza de la Nación predomina, debido a los constantes esfuerzos identificatorios de los chilenos por posicionarse como superiores frente a personas consideradas inferiores por el hecho de ser migrantes, no blancas, y estar desprovistas de capitales económicos.

Pero lo que hoy es entendido como el odio racista tiene una historicidad. Se inició mucho antes. Como también fue también mucho antes que el racismo producía a las “razas” para responder al proyecto liberal, que precisaba castigar a los pueblos indígenas, y posteriormente al proyecto capitalista neoliberal, que hoy castiga a las personas migrantes. No podemos dejar de mencionar a la Trata trasatlántica de esclavos que hizo proliferar la esclavitud, un proyecto político-económico que implicó mucha ganancia y sufrimiento; a la denominada “pacificación de la Araucanía” a mediados del S. XIX realizada contra la resistencia mapuche y que buscaba reconstruir la frontera en el sur; y a la violencia del proceso de chilenización del norte a comienzos del siglo XX que persiguió a peruanos y bolivianos.

Como vemos, el racismo o lo que podríamos llamar “ficción racista” es constitutiva del Estado-nación y si hoy la extendemos hacia la “frontera”, es decir hacia la migración, vemos que existe reciprocidad entre el nacionalismo y el racismo, cuando lo “chileno” es lo “superior” frente a la migración. Entonces, cierto tipo de antagonismos, aprovechados por empleadores para pagar menos y por debajo de la ley, se pueden transformar rápidamente en racismo. La búsqueda de trabajo y de oportunidades que moviliza a las personas a migrar, puede transformarse en una cuestión de “raza”, precisamente en la época de la crisis postcolonial de la nación o en esta época de mundialización de la economía, o, como también está sucediendo con la crisis medioambiental.

Estamos frente al racismo de estado que se puede apreciar en la ley 21.325 –o la llamada nueva ley de migraciones– cuya novedad es eminentemente restrictiva, dado que sigue la ruta de leyes y decretos anteriores, que contiene múltiples limitaciones y que no responde a las promesas hechas a las comunidades migrantes. El gobierno actual ha implementado una política nacional de migración y extranjería desde contenidos que responden principalmente a una agenda mediático-política que pone el acento en la soberanía y en la seguridad nacional. Su enfoque eminentemente utilitarista es selectivo, no genera vías de regularización, y de modo oportunista termina promoviendo la presencia migrante para trabajos precarizados y altamente explotados. Habría que ver hasta qué punto la “irregularidad” es conveniente para el capitalismo nacional.

Podemos afirmar que la migración se convierte en una categoría racista relacionada con el racismo diferencialista o también llamado racismo cultural. Efectivamente, en nuestro país la palabra misma migración”, o la palabra “migrantes”, postulan ya diferencias con “extranjeros” que no son considerados como tales, es decir, los “migrantes” se diferenciarían tanto de otros extranjeros como de los chilenos mismos.

La deshumanización ha estado operando desde hace mucho tiempo contra los migrantes y hoy se hace visible con la nueva ley, una apuesta utilitarista y represiva que da cuenta de la obsesión por las expulsiones y por la oportunidad de ver a los migrantes solo como cuerpos-para-el-trabajo, es decir como mano de obra potencial que solo tendría derecho a una regularización precaria, limitada a oficios “que les están destinados”. La deshumanización se observa también en el cierre al refugio de personas que huyen de las guerras y de persecuciones y los derechos que antes protegían los convenios internacionales hoy ya no son considerados (derecho de asilo, de vivir en familia, de personas que sufren de violencias intrafamiliares, de niños y niñas en peligro, etc…).

La deshumanización da cuenta de una lógica de fría burocracia y también de un profundo cinismo por parte de las autoridades. Parece que el cálculo tiene más fuerza que la solidaridad, dado que la deshumanización niega la identidad y la individualidad de una persona considerada inferior.

Invito a pensar lo que le sucede a una persona migrante que trabaja y que intenta formar parte de nuestra sociedad cuando el racismo le cae encima. Como trueno que la derriba pero dejándola vivir para que “sepa” cada día quién y cómo es para el chileno, la chilena. Solo que mientras más se la deshumanice, más se generalizarán las prácticas deshumanizantes contra todo o toda migrante que es considerado como amenaza. Y al aumentar esta generalización, se conseguirá que se justifiquen las prácticas racistas hasta considerarse legítimas y “normales”. Así, la deshumanización que produce Chile acaba por aparecer como una deshumanidad propia de las personas que migran.

Considero que es posible torcer la ruta de una epistemología del siglo XIX que buscaba estudiar a los “otros” o a culturas sometidas y oprimidas que terminaban reforzando las ideologías raciales, esclavistas y colonialistas y que hoy en día regresa con el “otro” migrante amputado de su humanidad y a la vez diferenciado de todo/a extranjero/a que provenga de Europa, de Estados Unidos o de países NO considerados como países de inmigración. Entonces ¿qué decimos cuando decimos migrante?
Podemos hipotetizar que la palabra “migrante” refiere a un significado que vehicula los restos de una antropología colonial actualizada en el capitalismo neoliberal donde puede seguir resonando la palabra “esclavo” como la posibilidad de seguir deshumanizando a una persona convenientemente no considerada como tal.

(Columna publicada por Revista La Estaca. N° 33. Año 7/2024)

Por María Emilia Tijoux Merino. Doctora en Sociología, Profesora titular de la Universidad de Chile. Colaboradora de elmaipo.cl

Nota: El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autora, y no refleja necesariamente la línea editorial El Maipo.

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