Lo que dejó esta elección —una mezcla de desconcierto, sorpresa y reacomodos silenciosos— exige detenerse en algunas claridades que emergen entre tanto ruido. No despejan del todo la incertidumbre, pero sí permiten interpretar mejor el nuevo paisaje político y evitar diagnósticos apresurados. En conjunto, muestran el cierre de un ciclo y la apertura de un escenario más fragmentado, más competitivo y más socialmente heterogéneo.
La primera claridad proviene del desempeño de Jeannette Jara. Aunque su comando aspiraba al 30 %, terminó en 26,8 %. No alcanzó la meta, pero quedó instalada como la principal alternativa democrática, especialmente frente a un Kast que llega a esta etapa cargando su propia mochila. En un escenario sin hegemonías, su votación adquiere una proyección estratégica que obliga a fortalecer Unidad por Chile como una coalición estable más allá del 11 de marzo de 2026.
La segunda claridad aparece en la derecha institucional. Su expectativa de obtener 29 senadores —lo que le habría permitido dominar la agenda legislativa— quedó lejos de cumplirse: solo alcanzaron 25. Ese retroceso reduce drásticamente su capacidad para ordenar mayorías y fractura la estrategia que aspiraba a instalar un ciclo conservador dominante.
La tercera claridad confirma esa tendencia: ChileVamos sufrió la caída más profunda del día, perdiendo cerca del 25 % de su bancada en la Cámara de Diputados. La derecha tradicional, que por décadas actuó como eje del orden político de la transición, queda desplazada, sin identidad clara y sin posibilidad de recomponer ese espacio en el corto plazo.
En paralelo, irrumpe un actor que reconfigura por completo el panorama: el PDG, con casi 2.500.000 votos, se instala en un sólido tercer lugar. No pasa a segunda vuelta, pero se convierte en una fuerza gravitante que expresa el rechazo simultáneo a los bloques tradicionales y la demanda por representación directa, pragmática y desconfiada de las élites. Allí emerge una señal clave: existe un Chile que no quiere tutela, no quiere discursos morales y no quiere volver al orden binominal, sino oportunidades concretas de progreso.
Ese electorado —heterogéneo, móvil y compuesto por trabajadores independientes, cuentapropistas, emprendedores incipientes y actores de la economía popular e informal— no calza en las categorías heredadas de izquierda y derecha ni en políticas diseñadas para el empresario y el asalariado formal. Exige un lenguaje de aspiraciones, no de problemas. A este mundo no le sirve que se repita que Kast es una amenaza para la democracia; lo que realmente le importa es llegar a fin de mes, proteger sus ingresos y sortear un Estado que aparece, demasiadas veces, para fiscalizar o estorbar.
Por eso se vuelve urgente un cambio de marco: en vez de criminalizar o sobrerregular la informalidad, promover una formalización exprés; en vez de fondos genéricos para emprendedores, eliminar las barreras administrativas que frenan sus iniciativas; en vez de limitarse a defender al pequeño comercio, crear un estatuto que garantice pagos justos y apoye su modernización; y en lugar de programas de capacitación ineficaces, ofrecer seguros y herramientas que permitan verdaderos saltos de escala, como la primera exportación. Es un enfoque que instala un lenguaje de posibilidad y movilidad, más sintonizado con expectativas reales que con identidades políticas declinantes.
Todo esto ocurre en un contexto más amplio: esta elección es también el acta de defunción de la democracia de los acuerdos y del ciclo binominal que estructuró la política chilena durante tres décadas. Con la Concertación extinguida y ChileVamos eclipsado, el sistema entra en una etapa más abierta y competitiva, donde nadie tiene asegurada la conducción.
A su vez, la supuesta “centroderecha liberal” entrega otra claridad: su rendición exprés ante la ultraderecha evidencia que sus valores liberales son secundarios frente a la ambición de poder. La elección del cálculo cínico por sobre la defensa de principios no contiene al extremismo: lo normaliza, vacía de contenido a esa centroderecha y acelera la radicalización del sistema político.
En este tablero, Jara enfrenta el desafío de renovar equipos, sumar perfiles moderados en lo ideológico pero audaces en lo programático, y dirigirse con seriedad a quienes viven en la economía no formal. Para ellos, las 40 horas, el salario vital o la reforma previsional simplemente no existen: su vida económica ocurre fuera de esas categorías.
Estas claridades no disipan del todo la polvareda, pero permiten leer el momento con mayor precisión. Chile vive un reordenamiento profundo: los viejos bloques pierden gravitación, nuevas fuerzas irrumpen desde las periferias sociales y regionales, y la competencia se vuelve más abierta que nunca. Pese a las tensiones, el sistema muestra un equilibrio parlamentario que, al menos en el corto plazo, evita los peores desenlaces incluso en medio del temblor político.
Para El Maipo, Álvaro Ramis, Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.



