La nueva derecha radical se alimenta del miedo y del desencanto. Solo una alianza democrática amplia puede impedir que el país caiga en su trampa.
Desde Estados Unidos a Europa, pasando por América Latina, una nueva generación de ultraderecha ha pasado del anonimato digital al centro de la política. Sus referentes promueven un discurso nacionalista, cristiano fundamentalista y abiertamente identitario. Lo que comenzó como una contracultura en línea se ha convertido en una corriente con creciente influencia dentro de los partidos conservadores.
Como advierte Richard Hanania en su artículo “It’s the Groypers’ America now” (UnHerd, 2025), la derecha tradicional ya no combate su radicalización interna: la está asimilando. En Estados Unidos, grupos como los llamados Groypers —seguidores del activista Nick Fuentes— han pasado de los márgenes de internet al corazón del Partido Republicano. Sus ideas, antes consideradas inaceptables, hoy definen parte importante de la agenda y del tono político de la derecha estadounidense.
Hanania sostiene que este proceso de radicalización es casi total. Los medios conservadores, los think tanks y figuras públicas influyentes han adoptado gran parte del lenguaje y las prioridades de esta nueva derecha antiliberal. En nombre del “realismo” y la “defensa de Occidente”, mezclan moralismo religioso, rechazo a la inmigración, negacionismo climático y un resentimiento profundo hacia el feminismo y las minorías sexuales. Su fuerza no radica en el número de adherentes, sino en su capacidad de imponer el tono y los límites del debate público, desplazando el eje político hacia posiciones cada vez más autoritarias.
El fenómeno tiene lecciones inquietantes para Chile. En los últimos años, ciertos sectores de la derecha local han comenzado a replicar estrategias similares: victimización frente al supuesto “marxismo cultural”, exaltación del orden y la identidad nacional, nostalgia por la dictadura, defensa de regímenes autoritarios y un discurso agresivo contra el pluralismo. Como en Estados Unidos, este desplazamiento no surge desde los márgenes, sino desde dentro del propio campo conservador, que ha encontrado en la polarización una herramienta de movilización más eficaz que la moderación.
La experiencia norteamericana muestra lo que ocurre cuando los sectores moderados renuncian a fijar límites éticos y democráticos a sus aliados más radicales. La derecha tradicional creyó que podía instrumentalizar a los extremistas para ganar elecciones, pero terminó absorbida por ellos. Hoy, el Partido Republicano se encuentra atrapado entre la lealtad a su base radicalizada y la imposibilidad de construir mayorías estables.
Chile corre un riesgo similar si normaliza los discursos de odio y la desinformación política. Cuando el debate público se degrada hasta el punto de que los adversarios se convierten en enemigos, el pluralismo deja de ser un valor compartido y pasa a verse como una debilidad. La historia enseña que el autoritarismo no siempre llega mediante un golpe, sino a través de una sucesión de concesiones al fanatismo.
El discurso ultra seduce porque ofrece identidad, pertenencia y un enemigo claro. Pero lo hace a costa de la libertad, del respeto a la diversidad y de la convivencia democrática. Esa es la advertencia que deja la experiencia estadounidense: cuando la ultraderecha deja de ser marginal, puede ser demasiado tarde para contenerla.
El desafío para Chile es evitar ese camino. Requiere construir una fuerza democrática amplia, capaz de defender sus convicciones sin entregar su alma a los extremistas. Una alianza democrática de cara a la segunda vuelta que sea pragmática, y que enfrente el malestar social sin despreciar las legítimas demandas de seguridad y orden, pero que no renuncie a la igualdad ni a los derechos humanos. Solo así el país podrá escapar de la trampa de quienes prometen estabilidad, pero solo siembran división y conflicto.
Para El Maipo, Álvaro Ramis, Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.



