Nos encontramos a las puertas de un proceso eleccionario nacional, donde confluyen en las conversaciones cotidianas y de pasillo, las diversidades de propuestas, miradas y discursos políticos que cada candidato quiere imponer y desde los cuales hacen sus énfasis. Los temas que se debaten con fuerza se entrecruzan, donde predominan entre ellos la migración. Es que no se puede negar el crecimiento exponencial de la población migrante en Chile, duplicándose prácticamente de un 4,4% de población extranjera en el país en 2017, a un 8,8% según el último censo de población en el 2024.
Pero no solo vivimos un crecimiento matemático de la migración, sino que también presenciamos una transformación importante en las características de los flujos migratorios, donde la movilidad entre países dentro de la región Latinoamérica ha crecido, más allá de los aportes históricos de los países fronterizos, transformando la migración definida como “Sur-Sur”. Estos nuevos flujos migratorios se producen dentro de dos contextos puntuales, por un lado la crisis sociopolítica que atraviesa Venezuela que impulsó nuevos flujos migratorios regionales. Por otro lado, tenemos el contexto de crisis sociosanitaria del Covid-19. Esta ultima tuvo sin duda alguna un efecto perverso en cuanto a la migración, debido que ante las medidas tomadas por el gobierno chileno , como en otros países, fue el cierre de fronteras, para controlar la pandemia, pero esto a la vez permitió que empezara a multiplicarse las entradas al país por pasos no habilitados, creciendo como nunca antes la migración irregular, pero a la vez despertando las alertas de las agrupaciones organizadas de traficantes de personas y mafias locales se han integrado al negocio de la movilidad, cobrando por rutas, protección o transporte. Esto hizo visibilizar y explotar partes del fenómeno migratorio que pasaba desapercibido, ya que era de menor impacto, que es la migración irregular, o sea la entrada por pasos no habilitados, no cumpliendo con las normativas y la legislación migratoria; lo cual ha producido un crecimiento de la población migratoria, sin ningún control, conllevado a cambios no solo de la sociedad chilena, sino que también las políticas publicas y sociales; trasformando también el abordaje y los discursos del tema de la migración, posesionándose fuertemente en la agenda política y discursiva de los candidatos presidenciales y de sus respectivas alianzas.
Podemos ver que si bien en los últimos años tuvimos una de las mayores transformaciones legislativas, al promulgarse una nueva ley de migración basada en un enfoque de derechos, hoy los discursos retroceden a propuestas que rescatan enfoques añejos basados en políticas de seguridad nacional, las cuales permean las diversas propuestas y enfoques de las propuestas electorales y los discursos de cada uno de los sectores.
Es que el crecimiento y la transformación de los flujos migratorios, ha traído consigo una transformación de la configuración de representaciones sociales sobre la migración. Es acá que los discursos parten de configurar al migrante como un otro, no solo distinto, sino que también peligroso, un otro que se generaliza como aquel que rompió las reglas para estar, que entro por pasos inhabilitados, que por lo tanto es “ilegal”. Es en este escenario que los discursos políticos y mediáticos predominantes tienden a estigmatizar a las personas migrantes como ilegales, para ello suman etiquetas como “invasores” o “delincuentes” (solo para mencionar las más suaves). Es en ese sentido se instala un discurso de la criminalización del acto mismo de migrar. Las personas que cruzan fronteras sin el permiso estatal son tratadas como delincuentes, sin considerar las razones que las impulsan a desplazarse ni las condiciones precarias en las que lo hacen.
Las propuestas migratorias en los programas de gobierno son mayoritariamente reactivas a frente a al crecimiento migratorio en contextos de crisis, pero sobre todo en su vinculación con una crisis de seguridad. Chile atraviesa un punto de inflexión en el discurso político, donde la migración, particularmente la irregular, ha dejado de ser un asunto demográfico para consolidarse como un tema prioritario de seguridad nacional.
Es así como los planteamientos de las diversas candidaturas revelan una respuesta casi unánime y robusta centrada en la priorización del control fronterizo, estas se distancian a los extremos frente a aquellas que se basan desde la urgencia de reestablecer el control territorial, y aquellos que buscan el orden socioterritorial.
Es desde ahí que el uso político de la migración se ha intensificado, donde ciertos sectores políticos recurren a discursos que construyen al migrante como amenaza o como chivo expiatorio de los problemas nacionales. Esta instrumentalización no solo distorsiona la realidad migratoria, sino que también legitima políticas restrictivas y represivas.
En esta construcción discursiva de ciertas candidaturas, intencionadamente se utiliza la migración como un recurso electoral, alimentando el miedo social y desplazando la atención de los verdaderos problemas estructurales que puede atravesar el país. Como advierte De Genova (2017), la figura del migrante ilegal no es una condición objetiva, sino el resultado de decisiones políticas que construyen su ilegalidad, convirtiéndose en una construcción política y discursiva que delimita quién pertenece y quién no.
No podemos obviar el papel de los medios de comunicación y las redes sociales, desde donde se construyen las narrativas mediáticas, frecuentemente sensacionalistas o estigmatizantes, que contribuyen a consolidar estereotipos y a reforzar la percepción de que la migración representa una amenaza, donde la figura del “migrante ilegal” se convierte en una categoría central del discurso político. Estas disputas terminológicas no son menores: implican una pugna por el sentido, por quién tiene derecho a nombrar y desde qué lugar discursivo.
Tenemos propuestas ultraconservadoras, centradas en un proceso más amplio de securitización, donde el fenómeno migratorio es abordado como una amenaza a la seguridad nacional, al orden público o a la identidad cultural; donde los argumentos discursivos en que se apoya, implican justificar medidas excepcionales que restringen derechos y libertades de la movilidad humana, en donde las propuestas políticas están centradas en el control, la vigilancia y la exclusión. La migración ha sido transformada en una amenaza a la seguridad nacional, desde se puede legitimar prácticas como la militarización de las fronteras, minar los pasos no habilitados, construcción de muros infranqueables, así como la detención arbitraria y la negación de derechos básicos. Se da la construcción simbólica en un discurso centrado en el migrante ilegal como figura legitimadora de la exclusión institucional y social. Esta denominación funciona como una etiqueta que despoja a la persona de su humanidad y de su historia.
Tenemos otras propuestas, con una mirada mas progresista, que centran su discurso en el fortalecer el control en las fronteras, pero también dentro del territorios, partiendo por procesos de empadronamiento, con justa razón si se enfoca en reconocernos y poder regularizar los procesos migratorios. Pero estas medidas se acompañan de discursos también pueden ser acompañados, de un control de la delincuencia y de expulsión.
Los enfoques punitivos y de políticas de control, ocultan una realidad más compleja: la existencia de redes criminales que lucran con la necesidad de migrar. Cárteles, traficantes de personas y mafias locales se han integrado al negocio de la movilidad, cobrando por rutas, protección o transporte. En lugar de perseguir a estas estructuras, muchas veces se focaliza el castigo sobre los propios migrantes, quienes son víctimas de esas redes. La figura del migrante ilegal opera como un dispositivo político que invisibiliza las causas estructurales de la migración.
Los enfoques de las campañas hacen su énfasis en enfoques que derivan de la securitización, del control y de la seguridad, desde ahí se construyen discursivamente murallas y zanjas, se amenaza con expulsiones y deportaciones. Los discursos políticos caen miradas nacionalistas, que incitan a recuperar la soberanía territorial y utilizar la fuerza y la inteligencia del Estado para contener un fenómeno que, según se argumenta, ha impulsado el avance del narcotráfico, del crimen y la inmigración ilegal. Peo a la vez se vislumbra la desconexión entre la ambición coercitiva y la viabilidad administrativa, financiera y humanitaria.
Los argumentos discursivos imponen barreras a la movilidad humana, vulneralizando a los migrantes por el solo hecho de buscar nuevas o diferentes oportunidades en la vida. Impone estigmas y etiquetas sobre la población migrante, para la obtención de réditos políticos electorales dejando posteriormente, la realidad migrante abandonada. El desafío no es cómo contener la migración, sino cómo construir sociedades que no necesiten expulsar a quienes las habitan. Sociedades capaces de reconocer en la experiencia migrante no solo una demanda de justicia, sino también una fuente de saber, creatividad y reconfiguración del vínculo social. El desafío político es abandonar los discursos y empezar a trabajar en conjunto, para avanzar hacia una co-integración de las nuevas realidades que enfrenta el país.
Francisco Ramírez Varela, Trabajador Social, Académico Planta, Universidad de las Américas (UDLA)
El Maipo/Le Monde Diplomatique



