Bajo una ola de calor que ya ha costado varias vidas, España sigue teniendo una asignatura pendiente con los migrantes sin papeles que trabajan en el campo, viven en unas condiciones precarias y son los responsables plantar y recoger varios tipos de cultivos, mientras se abrasan en lugares de trabajo mal ventilados y con horarios extenuantes.
Los trabajadores del campo tienen jornadas pueden durar 15 horas, no pueden ir al médico por miedo a perder el trabajo, las condiciones son de semi-esclavismo, según el jefe que les toque, pueden tener descansos y protección o no, es una lotería. Y los que viven en barrios marginales no lo tienen mejor, hay ‘pobreza energética‘ y padecen el calor extremo día sí y día también.
España sigue abrasándose en la que ya es una de las olas de calor más largas de los últimos años, pero no toda la población sufre por igual.
Bajo el sol sofocante del plástico de un invernadero en Lepe o El Ejido, o en una casa mal aislada y sin apenas ventanas en Lavapiés o El Raval, millones de personas migrantes, muchas de ellas sin papeles, ven cómo las temperaturas extremas agudizan su vulnerabilidad.
«No hay forma de estar preparada para ver las condiciones en las que viven», señala a RTVE Sarah Williams, investigadora del ISGlobal de Barcelona que llevó a cabo un análisis sobre el terreno de la situación de trabajadores agrícolas migrantes en Huelva, Almería y Lleida, donde hizo encuestas a unas 400 personas.
Los temporeros trabajan bajo el plástico durante el día y duermen por la noche en chabolas de plástico, lo que les impide tener cualquier posibilidad de «alivio» del calor con temperaturas que superan los 40 °C. Además, «la gran mayoría no tiene electricidad ni agua potable y están muy alejados en los pueblos», lo que aumenta aún más el riesgo para la salud de sus habitantes, expone Williams.
Tras 15 horas de trabajo el descanso es mínimo
Seydou Diop conoce muy bien esta realidad. Ha sido temporero durante cuatro años en Huelva, donde trabaja ahora como mediador para la Asociación Nuevos Ciudadanos por la Interculturalidad (ASNUCI), señala que las condiciones son «horrorosas», especialmente con las temperaturas «tremendas» de verano, explica este joven senegalés.
En las chabolas en las que ha vivido, «no se puede estar ni cuando hace calor ni cuando hace frío», y tampoco «se puede descansar» antes de otra larga jornada de trabajo, que puede ser de hasta 12 o 15 horas, comenta.
Al tratarse de un trabajo en «semiesclavitud» y que llevan a cabo en gran parte extranjeros en situación irregular, el cumplimiento de las medidas de protección frente al calor depende de lo que decida en cada caso el empresario.
«Es una lotería de quién es tu jefe, todo depende de él, no está regularizado», apunta Williams. Por ejemplo, solo un 28% de las personas que encuestó para este proyecto hace descansos para protegerse del sol e hidratarse, algo obligatorio según la normativa. «Muchos se rieron de nosotros cuando se lo preguntamos», relata.
Según Diop, en muchos casos ni siquiera se respetan los 15 minutos de descanso que contempla el Estatuto de los Trabajadores para cualquier empleado. Y son condiciones muy difíciles de denunciar. «Al estar trabajando ilegalmente, a ti no te conviene que venga una inspección», explica.
Por ello, recuerda que es fundamental una regularización masiva, que no solo dé más protección a los migrantes, sino que permita además que coticen a la Seguridad Social. «Para España esto es una gran pérdida de dinero», asegura.
No pueden ir al médico, por no perder la jornada
La muerte en 2020 de Eleazar Blandón, un temporero nicaragüense sin papeles que fue abandonado por su jefe a las puertas de un centro de salud en Murcia tras sufrir un golpe de calor, evidenció la precariedad y la arbitrariedad a la que se enfrentan estos trabajadores. Hace pocos días este empresario fue procesado por un homicidio imprudente, pero las condiciones en las que trabajaba Blandón a pleno sol no son un caso aislado.
Según las encuestas que llevó a cabo el equipo del ISGlobal, casi la mitad de los migrantes (42%) había experimentado al menos tres síntomas relacionados con enfermedades por calor -sed, dolor de cabeza o calambres musculares eran los más comunes-, pero solo el 8% buscó atención médica.
Esto se debe, principalmente, a que no pueden dejar el trabajo porque si no se quedan sin cobrar esas horas o ese día, a lo que se suma que no suelen tener vehículo propio. «Es más importante ganar tu sueldo que un dolor de cabeza», resume la investigadora.
Las políticas públicas de adaptación al calor fallan a la hora de contemplar a los migrantes como un grupo vulnerable al calor, equivalente a otros como los mayores o las mujeres embarazadas, señala Williams. Además, tampoco hay «sistemas adecuados para asegurar que se estén cumpliendo las políticas que ya existen».
Sus hogares son un ‘infierno’
Más allá de los campos de hortalizas y frutas, en las ciudades los migrantes también se enfrentan a situaciones de gran vulnerabilidad. Así ocurre en las estrechas y antiguas calles del barrio de El Raval, en el centro de Barcelona. Allí, más del 50% de la población es migrante y procede de 128 nacionalidades distintas, sobre todo de países como Pakistán, Bangladesh y Marruecos.
Para entender cómo vivían ellos los impactos del cambio climático y cuáles eran sus reclamaciones, Panagiota Kotsila, investigadora del Institut de Ciència i Tecnologia Ambientals (ICTA-UAB) de Barcelona, lideró un proyecto participativo en el que los propios migrantes debatían sus necesidades a partir de imágenes de su vida cotidiana.
De ahí se desprendió que, contra la idea común que tenemos del hogar como un refugio frente al calor, para ellos emanaban muchas más «ideas negativas». «No me siento cómodo, no duermo bien, es un infierno…», eran los comentarios más habituales, explica. En plena crisis de vivienda en Barcelona, las casas del Raval, ya de por sí antiguas y mal aisladas -el 80% de los edificios tiene más de 150 años-, se han troceado en viviendas más pequeñas para sacar más rentabilidad.
Esto provoca, por ejemplo, que el piso de una de las vecinas que participó en el proyecto tuviera una sola ventana, lo que impide tener ventilación cruzada. Otros participantes comentaban, por ejemplo, que cocinaban siempre en casa y en muchas ocasiones la cocina no tenía tampoco ventana, lo que recalentaba aún más el hogar. Todo ello en un barrio densamente poblado y con apenas zonas verdes.
Residencias masificadas y sin aire acondicionado
A ello se suma que en muchas de estas residencias viven «12, 14 o 18 personas«, cuenta Mohammad Fazle Elahi, presidente de la asociación de migrantes bengalíes Valiente Bangla, radicada en el barrio madrileño de Lavapiés, con características muy similares al Raval por su multiculturalidad y por la crisis de vivienda que atraviesa.

Elahi, que ha vivido en estas residencias masificados del céntrico distrito, cuenta que aquí tener aire acondicionado es prácticamente una quimera. «Solo un ventilador para todo la residencia», apunta. Si no, la factura «es muy alta. Estamos pidiendo una regulación porque si no tenemos papeles no tenemos trabajo, y vendiendo flores no se puede alquilar una casa», reivindica.
No viven ni medianamente cómodos
El estudio del ICTA en el Raval, cuyas primeras conclusiones se publicaron el pasado junio, preguntaba también a los migrantes dónde se sentían cómodos, y sus respuestas sorprendieron a los investigadores.
Destacaban dos «espacios autogestionados», un huerto urbano y la antigua escuela Massana, ocupado y utilizado por varios colectivos sociales desde 2020 y desalojado por el Ayuntamiento en 2025. «Era un espacio seguro no solo por la perspectiva de confort térmico, sino también por confort emocional, era un sitio donde podían encontrarse con otras personas y avanzar luchas que aparentemente no tienen que ver con el calor, como la cuestión de la vivienda», resalta.
Aunque Barcelona es una ciudad pionera en España por su extensa red de refugios climáticos -espacios donde resguardarse del calor como bibliotecas, casales de barrio, parques o piscinas-, para la población migrante no son la panacea. Muchos de ellos ni siquiera conocen de su existencia, algunos de estos centros están cerrados en agosto y otros no se adecúan a las necesidades de esta población.
«¿Para quién están diseñando estos espacios? Para un ciudadano ejemplar que en agosto no trabaja y se va de vacaciones. Pero la mayoría de migrantes no tienen esta opción», señala Kotsila. Cuenta también el caso de migrantes pakistaníes que relataban que para ellos una biblioteca no era una opción ideal de ocio porque por su cultura prefieren un espacio donde poder charlar y tomar el té.
En otros casos, el precio ya supone una barrera insalvable para migrantes en condiciones muy precarias. Ocurre con las piscinas municipales, «de las más caras de España», con entradas que rondan los 7 euros.
Esta científica señala que las condiciones de los migrantes frente al calor dependen de las características de cada barrio, pero sí que constata una tendencia general, no solo en España sino en toda Europa, de «segregación de la población racializada en barrios con más problemas urbanísticos». Esto termina traduciéndose a que “la población extranjera se expone a una mayor vulnerabilidad climática”.
Con los migrantes en el centro de la diana de la polarización -tal y como se ha visto en Jumilla o Torre Pacheco-, problemas como su vulnerabilidad en olas de calor quedan fuera de la agenda pública. Y mientras, el sol sigue calentando implacable los pisos, las chabolas y los invernaderos en los que viven y trabajan.
Los migrantes son ‘imprescindibles’ para sembrar y recoger los cultivos en cada temporada durante demasiadas horas, sin descanso ni apenas pausas, bajo olas de calor o fríos glaciales, esto tiene que cambiar.
El Maipo/ECOticias
Imagen central: Niccolo Guasti/Getty Images