Lunes, Junio 30, 2025

Desigualdad, soberanía y constitución: la encrucijada geopolítica de Chile. por Soledad Romero Donoso

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En un escenario global marcado por una creciente tensión bélica, el mundo parece retroceder hacia una lógica de alianzas similar a la que precedió a la Segunda Guerra Mundial. Conflictos simultáneos en distintos puntos del planeta reconfiguran el tablero geopolítico y obligan a las naciones — especialmente a aquellas situadas en la periferia del poder global— a repensar su lugar y sus estrategias para vivir. El 22 de junio se infligió la primera herida, cuando Estados Unidos atacó a Irán sin que mediara provocación, dando inicio a una guerra de la que sólo hemos presenciado su primera etapa. Ese día, la economía mundial reaccionó con una fuerte alza en los precios del petróleo, anticipando una mayor volatilidad e incertidumbre ante un eventual cierre del estrecho de Ormuz. En Chile, tres días después, en pleno invierno, subió el precio del combustible esencial que calienta al pueblo: la parafina. Así, peor y más nos afecta este conflicto, cuya escalada y desenlace aún desconocemos.

Frente a esta realidad, surge una pregunta urgente para Chile y América Latina: ¿ha llegado el momento de fortalecer los lazos regionales, diseñar nuevas estrategias de desarrollo y avanzar hacia una integración efectiva? ¿El andamiaje jurídico actualmente existente, le permitirá a Chile la flexibilidad necesaria para enfrentar los nuevos tiempos y paradigmas?. Aunque abierto al mundo en términos comerciales, Chile ha mostrado escaso interés real por la integración regional, en parte porque su modelo económico es estructuralmente incompatible con países de la región que aplican mayores niveles de proteccionismo.

Desde los años 80, el país ha vendido sus fábricas estatales, debilitado su industria nacional y abierto su economía a la competencia extranjera, debilitando su mercado interno. Este modelo económico abierto ha tenido impactos diferenciados según el rol del Estado en cada país. En los países con Estados de bienestar, los efectos han sido mejor mitigados. En América Latina, en cambio, la adopción del neoliberalismo ha tenido consecuencias profundas: desigualdad, pobreza, y precariedad. En Chile, por ejemplo, una mujer nacida en un barrio pobre de Santiago puede vivir hasta 18 años menos que una nacida en un barrio acomodado. El salario mínimo que ronda los 500 mil pesos, con los cuales el 80% de la población debe costear salud, educación, vivienda y alimentación, no es una remuneración que alcance a costear la vida, ni definir un proyecto con ahorros. Las pensiones por la capitalización individual son en muchos casos menores a 200 mil pesos. La riqueza se ha concentrado en unas pocas familias que controlan sectores estratégicos: banca, energía, seguros, AFP, tierras y glaciares.

¿Estarán dispuestas estas familias a distribuir en tiempos de guerra?

A nivel continental, la desigualdad no es sólo económica, también es étnica y racial. Las poblaciones afrodescendientes e indígenas tienen más probabilidades de vivir en la pobreza y menos de acceder a educación o empleos formales. América Latina está entre las regiones más desiguales del mundo. Según el Informe de Desarrollo Humano del PNUD (2019), el 10% más rico concentra el 37% del ingreso, mientras que el 40% más pobre recibe apenas el 13%. Esta desigualdad estructural, sumada a la dependencia histórica respecto de los países centrales, perpetúa el rol periférico de América Latina. Las economías de la región siguen siendo esencialmente exportadoras de materias primas baratas y receptoras de productos industriales caros. A esto se suma una creciente presencia de potencias extranjeras —como China y Rusia— que han comenzado a disputar influencia en la región ante el debilitamiento de la hegemonía estadounidense. La Unión Europea, antes modelo de integración regional, enfrenta crecientes tensiones internas, rechazo a la migración y cuestionamientos al poder de las instituciones supranacionales, como quedó en evidencia con el Brexit. Por su parte, Estados Unidos, bajo la administración de Donald Trump, inició un giro proteccionista, rechazando tratados de libre comercio y presionando a sus empresas para que regresaran al país. Este giro marcó un cambio de paradigma, donde la globalización dejó de ser incuestionable y comenzó a ser intervenida en función de intereses nacionales.

China, por su parte se está consolidado como una potencia con estrategia propia. Con más de 1.400 millones de habitantes y 940 millones de trabajadores, el gigante asiático se ha transformado en la fábrica del mundo gracias a su mano de obra barata, políticas estatales de innovación y autonomía estratégica. A diferencia de los “tigres asiáticos”, China no se subordinó a EE.UU., lo que le ha permitido preservar una identidad política y económica independiente. En este contexto de cambio, Chile cuenta con una política bilateral y multilateral respaldada por más de 30 acuerdos comerciales y vínculos con más de 60 países. Sin embargo, sigue siendo una economía profundamente abierta, sin barreras arancelarias significativas. Sus aranceles están dentro de los más bajos del mundo y tampoco impone cuotas ni licencias restrictivas, lo que dificulta su articulación con bloques como el Mercosur y su integración con el continente; pero por sobre todo restringe su capacidad soberana y de promoción de una economía con alto desarrollo en capital humano y tecnológico.

Hoy, ni Chile ni América Latina desempeñan un rol protagónico en la política internacional.

Afortunadamente, ya no son blanco de golpes de Estado promovidos por Estados Unidos, que hoy centra sus esfuerzos en contener a China y Rusia, potencias que han llegado al continente para convertirse en socios comerciales estratégicos. En el caso chileno, China representa más del 30 % del comercio exterior y se lleva más de 2,32 millones de toneladas de concentrado de cobre, el principal recurso, sin considerar el oro ni otros minerales en lingotes que no son fiscalizados debido a la falta de dotación aduanera.

Se trata de un recurso extraído de yacimientos cuya vida útil no supera los 70 años; es decir, nuestros nietos quizás ni siquiera lleguen a conocer las tradicionales sartenes de cobre. La ausencia de una propuesta política descolonizadora y de cohesión continental ha permitido que otras potencias desarrollen relaciones estratégicas con países latinoamericanos, mientras la inercia política de la región sigue impidiendo la construcción de una agenda común.

La pandemia del COVID-19 también evidenció la falta de una cooperación regional efectiva. Al igual que el crimen organizado —que opera a través de fronteras y socava la paz interna— el virus se desplazó libremente entre países cuyas respuestas fueron fragmentadas y descoordinadas. Esta carencia de articulación continental se vuelve aún más preocupante si consideramos que en Chile, el lavado de dinero que proviene del narcotráfico representa cerca del 4% del PIB. ¿Es que aislado podrá detener el avance del crimen organizado transnacional?.

Los desafíos actuales de América Latina —desde la seguridad hasta la salud, el cambio climático, la migración o la crisis económica— no pueden ser enfrentados por cada país de forma aislada. La experiencia demuestra que mirar exclusivamente hacia Europa o EE.UU. ha profundizado las desigualdades y debilitado nuestras democracias. A través de una agenda común, los países latinoamericanos pueden abordar fenómenos transnacionales, regular inversiones con criterios ambientales y laborales, agregar valor a sus materias primas, desarrollar cadenas productivas propias y fomentar un mercado regional coherente con nuestras realidades culturales e históricas. China aún no ha manifestado una vocación abiertamente imperialista y hegemónica en América Latina. Pero si llegara a hacerlo, ¿repetiremos el mismo camino de subordinación que seguimos con Estados Unidos? Somos un subcontinente libre de la proliferación nuclear y tenemos el potencial de convertirnos en un faro de la humanidad, avanzando hacia la independencia económica y la integración regional. Sin embargo, esto requiere que los liderazgos coloquen en el centro los intereses nacionales y continentales, y que se recupere —de manos de los sectores autodenominados libertarios— la dimensión social del concepto: libertad.

Aunque algunos sostienen que el debate constitucional en Chile genera cansancio social, es importante destacar que un giro en la política exterior —así como en el modelo de desarrollo— requiere repensar el actual andamiaje jurídico. La Constitución vigente consagra como derecho fundamental la promoción del libre mercado y la propiedad privada, lo que ha constituido un obstáculo estructural para avanzar hacia una auténtica soberanía económica. Esta no implica necesariamente rechazar las relaciones público-privadas, pero sí establecer acuerdos orientados al bien común.

Un caso paradigmático es el del litio chileno, recurso clave para la transición energética global. La imposibilidad de revertir su explotación privada se debe a la protección constitucional de la propiedad privada. Julio Ponce Lerou, magnate y dueño del 26% de SQM, mantiene el control de este recurso gracias a ese marco jurídico. Cualquier intento de expropiación obligaría al Estado a pagar una indemnización onerosa, una de las razones por las que se optó por extender su contrato por más de 30 años.

Superar las limitaciones políticas de nuestros gobernantes y enfrentar las restricciones impuestas por el orden constitucional vigente es esencial para avanzar hacia la integración regional, la independencia y la soberanía económica. Un imperativo en tiempos de cólera mundial.

Soledad Romero Donoso., Periodista y Cientista Política.

El Maipo/Le Monde Diplomatique

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