Hace un siglo, en 1925, Chile vio nacer una nueva forma de compromiso social.
En tiempos en que la pobreza marcaba los barrios obreros y la salud pública apenas daba sus primeros pasos, surgieron las primeras visitadoras sociales, mujeres que transformaron la compasión en oficio y la preocupación por el otro en profesión. Su labor no solo respondió a las necesidades urgentes de la época, sino que inauguró una nueva manera de mirar la vida, el dolor y la justicia social: el origen del Trabajo Social chileno.
No fue una creación teórica ni un decreto estatal. Fue una respuesta humana. La primera Escuela de Servicio Social fue fundada el 4 de mayo de 1925 por el médico salubrista Alejandro del Río. Esta escuela, que originalmente dependía de la Junta Nacional de Beneficencia, fue también la primera en su tipo en América Latina, marcando un precedente continental en la formación de profesionales dedicadas al bienestar y la salud pública. Años más tarde recibiría el nombre de Escuela Dr. Alejandro del Río, en honor a su fundador y a su visión de unir la medicina social con la justicia sanitaria.
Mujeres visionarias, movidas por la vocación y la urgencia de cuidar, comenzaron a construir lo que hoy reconocemos como una disciplina comprometida con la justicia y la dignidad. Con pocos recursos, pero con una convicción enorme, recorrieron hospitales, barrios obreros y escuelas, sembrando humanidad donde antes solo había carencia.
Así nació una forma distinta de entender el bienestar: no como un privilegio, sino como una necesidad colectiva. En sus comienzos, el servicio social tuvo un marcado carácter asistencial, estrechamente vinculado al ámbito hospitalario. Nació para responder a los efectos visibles de la pobreza, la enfermedad y la exclusión, en un Chile que recién comenzaba a mirar la salud y la justicia social como parte de una misma conversación.
Aquellas primeras trabajadoras sociales – conocidas como Las Alejandrinas -recorrieron salas, pasillos y barrios, acompañando a enfermos y familias que quedaban fuera del alcance del sistema. Desde esa práctica concreta comprendieron que asistir no bastaba: había que transformar. Y fue en ese tránsito, entre la ayuda y la acción, donde se gestó el sentido ético y político que distingue al Trabajo Social hasta hoy.
La Escuela de Servicio Social no fue solo un espacio académico, sino un laboratorio de humanidad, donde se aprendía tanto a registrar un caso como a escuchar un sufrimiento; tanto a observar cómo a acompañar. Allí nació la convicción de que cuidar la vida también es un acto político, y que cada intervención puede ser, en sí misma, un gesto de reparación social.
Veinticinco años más tarde, entre el 6 y el 11 de noviembre de 1950, se desarrolló en Santiago una jornada nacional de análisis y debate sobre el quehacer profesional. Participaron delegaciones de distintas regiones, docentes y estudiantes que discutieron los desafíos de una disciplina en expansión. De ese encuentro nacieron dos hitos fundamentales: la declaración del 11 de noviembre como Día del Asistente Social – fecha que hasta hoy conmemoramos – y la creación de la Federación de Asistentes Sociales de Chile, antecedente directo del Colegio de Asistentes Sociales, constituido oficialmente en 1955 mediante la Ley N.º 11.934.
Fue una época de entusiasmo profesional y compromiso colectivo, donde la intervención social comenzó a ocupar un lugar relevante en hospitales, servicios públicos y políticas de desarrollo.
Las décadas de los sesenta y setenta consolidaron al Trabajo Social como una fuerza transformadora. Inspiradas en las corrientes latinoamericanas y en los movimientos sociales de la época, las trabajadoras sociales se volcaron al trabajo comunitario, la alfabetización popular, la salud integral y la promoción de derechos. Su labor fue clave en las políticas de vivienda, en los programas de prevención sanitaria y en la creación de redes de apoyo barrial.
Pero en 1973 todo cambió. El golpe de Estado quebró la democracia y, con ella, los sueños de miles de personas comprometidas con la justicia social. Las escuelas de Trabajo Social fueron intervenidas, los programas sociales desmantelados, los gremios prohibidos y decenas de profesionales perseguidos, torturados o asesinados. Algunas fueron exiliadas; otras, asesinadas y desaparecidas. En ese contexto, el Trabajo Social fue considerado peligroso: una amenaza por su cercanía con el pueblo, por su lenguaje de derechos, por mirar la pobreza no como un defecto moral, sino como una injusticia estructural.
Aun así, no pudieron borrar su esencia. En silencio, muchas trabajadoras sociales continuaron acompañando familias, curando heridas invisibles, organizando ollas comunes y sosteniendo la vida en medio del terror. Algunas abrieron espacios de refugio en parroquias, otras siguieron atendiendo desde la salud pública o desde la clandestinidad, escondiendo informes, protegiendo niños, guardando nombres. Su presencia se volvió resistencia. Su oficio, un acto de fe en la humanidad cuando todo parecía perdido.
Recordar esa etapa no es venganza: es memoria.
Nombrar lo que ocurrió no busca dividir, sino sanar. Porque no recordarlo sería una forma de negacionismo: de negar que hubo dolor, injusticia y miedo, pero también coraje, solidaridad y dignidad. Recordar es devolverles rostro y palabra a quienes fueron silenciadas. Es reconocer que el Trabajo Social también tiene sus mártires, sus heridas y su historia escrita con sangre y esperanza.
Y es precisamente esa memoria – incómoda, viva, necesaria – la que mantiene encendida la vocación ética de esta profesión: acompañar incluso cuando el silencio pesa, cuidar incluso cuando duele, y creer en la vida incluso cuando la historia parece romperse.
Con el retorno de la democracia, la profesión se reconstruyó desde la memoria y el coraje. En los años noventa, el Trabajo Social retomó su lugar en la formación universitaria, expandiéndose a nuevas áreas: infancia, salud mental, justicia, rehabilitación, género y derechos humanos. Se recuperaron archivos, biografías y testimonios que habían sido silenciados. La profesión se transformó también en un espacio de denuncia frente a las nuevas formas de exclusión: la pobreza estructural, la desigualdad territorial, la violencia hacia las mujeres y las brechas en el acceso a la salud y la educación.
En 2010, con el auge de la gestión pública y los programas sociales, el Trabajo Social enfrentó el desafío de no perder su sentido humano frente a la burocracia. Lo hizo desde dentro: innovando, humanizando procedimientos, transformando protocolos y exigiendo dignidad en cada acompañamiento.
El año 2019, el estallido social volvió a poner en el centro la pregunta por la dignidad. Las y los trabajadores sociales estuvimos en múltiples frentes al mismo tiempo: en las calles, conteniendo crisis emocionales y organizando puntos de atención; en los hospitales y SAPU, acompañando a heridos y a sus familias; en universidades y liceos, sosteniendo a estudiantes y equipos docentes; en los territorios, articulando redes comunitarias para que la vida cotidiana no colapsara.
La intervención fue tan diversa como urgente: primeros auxilios psicosociales en terreno; derivaciones seguras a salud, protección y justicia; registro de vulneraciones de derechos humanos y acompañamiento a víctimas; coordinación con defensorías, INDH y clínicas jurídicas; observación en comisarías y hospitales para resguardar cadenas de atención y de custodia; contención de duelos y traumas agudos; dispositivos de cuidado para NNA, mujeres y personas mayores; abordaje de crisis suicidas y rutas de protección ante violencia intrafamiliar y policial.
En el plano comunitario, facilitamos asambleas, ollas comunes y diálogos barriales, cuidando que la participación no reprodujera exclusiones históricas. Impulsamos redes de abastecimiento y cuidados, comedores solidarios y mapas de apoyo territorial. La ética profesional se volvió acción: consentimiento informado, confidencialidad, no revictimización y principio de no maleficencia en cada decisión. Supimos distinguir entre neutralidad técnica – que protege a las personas – y compromiso público – que defiende su dignidad.
También aprendimos límites: el autocuidado de los equipos, la rotación de turnos, la contención entre pares y la creación de protocolos breves para trabajar con trauma, miedo, insomnio e hipervigilancia. Documentamos lo vivido para que no fuera solo memoria emocional, sino insumo para la política pública: atención sociosanitaria en crisis, acceso a salud mental comunitaria, reparación y garantías de no repetición.
Este período nos recordó que el Trabajo Social no observa la historia desde la vereda: la acompaña, la humaniza y, cuando es necesario, la sostiene para que no se rompa. Volvimos a ser mediadoras y mediadores entre la herida y la reparación, entre la rabia y el derecho a ser escuchados.
Durante la pandemia de COVID-19, el Trabajo Social mostró su fibra más profunda. En los hospitales colapsados, mientras las alarmas no cesaban y el miedo se volvía parte del aire, las trabajadoras y los trabajadores sociales fueron ese hilo invisible que sostuvo la continuidad del cuidado. Estuvieron en la primera línea de la atención sociosanitaria: coordinando altas seguras, acompañando despedidas, conteniendo duelos, gestionando apoyos económicos y materiales, garantizando traslados y sosteniendo redes familiares fracturadas por el aislamiento.
En las residencias sanitarias y territorios confinados, la intervención se volvió creatividad pura: videollamadas para que madres pudieran ver a sus hijos internados, mediaciones familiares para despedidas imposibles, contención emocional a distancia y articulación con municipios y organizaciones para que nadie quedara fuera del sistema de apoyo.
La dimensión humana del Trabajo Social se volvió visible como nunca: acompañar en la muerte, sostener en la incertidumbre, abrazar sin tocar, escuchar sin ver. Fue un tiempo en que la ética del cuidado se transformó en resistencia, y donde la profesión reafirmó su identidad sociosanitaria, demostrando que la salud no se mide sólo en parámetros clínicos, sino también en vínculos, redes y humanidad compartida.
Esa etapa dolorosa recordó a Chile que el Trabajo Social también salva vidas: no solo con recursos, sino con presencia, palabra y ternura profesional en medio del caos.
Hoy, al cumplirse 100 años desde la primera escuela y 75 años desde la primera conmemoración del 11 de noviembre, el Trabajo Social chileno mira hacia atrás con emoción y hacia adelante con esperanza. Detrás de cada política pública, de cada acompañamiento, de cada alta hospitalaria y de cada visita domiciliaria, hay una historia humana que no siempre se ve, pero que sostiene silenciosamente la vida social del país.
Este aniversario es un homenaje a las que ya no están, a las que dieron su voz, su cuerpo y su vida por un país más justo; a las que fueron borradas de los registros, pero no de la memoria; a las que se atrevieron a acompañar cuando acompañar era peligroso. Su legado es semilla y raíz.
Es también un reconocimiento a las que siguen luchando, en hospitales, escuelas, tribunales, residencias, cárceles y territorios. A quienes transforman la burocracia en encuentro, la estadística en historia y la intervención en humanidad.
Y es, sobre todo, una promesa para las que se están formando, las que llegan con sueños, preguntas y hambre de justicia. Que sepan que no estudian una carrera: abrazan una causa. Que cada entrevista, cada visita y cada informe puede ser un acto de dignidad y resistencia.
Porqué 75 años después, seguimos celebrando un 11 de noviembre.
Seguimos de pie. Esta es una historia escrita con memoria, coraje y convicción.
Maritza Ortega Palavecinos, Trabajadora Social
El Maipo/Le Monde Diplomatique



