El calendario electoral avanza y con él la promesa de que “hay donde elegir”. Ocho candidaturas presidenciales se despliegan ante nosotros, cada una con su relato, su estética, su estrategia. En teoría, hay opciones. Pero en la práctica, lo que falta no es la oferta, sino la vinculación efectiva: las ideas que nos hagan sentido, que nos convoquen desde lo cotidiano, que nos devuelvan el derecho a elegir de verdad.
Votamos, sí. Pero lo hacemos divididos, confundidos, fatigados. Y esa tríada no es solo emocional: es política. Es el síntoma de una democracia que ha dejado de interpelarnos, de escucharnos, de construir comunidad con nosotros.
Votamos divididos, porque la política se ha convertido en un campo de identidades enfrentadas más que en un espacio de proyectos compartidos. La polarización no es ideológica, sino afectiva: se nos invita más a rechazar que a imaginar. Como advierte Constanza Moreira, “el rechazo a la democracia como forma de gobierno ha resultado en versiones más o menos elitistas que tienden a distanciar la universalidad de la condición de electores con relación a las restricciones que operan sobre los elegidos” . En este contexto, votamos desde la desconfianza, no desde la deliberación.
Votamos confundidos, porque las ideas han sido desplazadas por slogans y las convicciones suplantadas por encuestas. El manoseo de los sondeos convierte nuestro sentir en insumo de estrategia, no en expresión política. Las cifras pesan más que los argumentos, y el cálculo más que la coherencia. ¿Qué significa elegir cuando las opciones se construyen desde algoritmos y no desde la conversación pública? Nuestra confusión no nace de falta de información, sino del exceso de simulación.
Votamos fatigados, porque el ritual democrático se repite sin renovación. La promesa de cambio se ha vuelto rutina. La distancia entre representantes y representados es ya estructural. Enrique Suárez-Íñiguez lo resume con precisión: “la democracia exige mecanismos de control del ciudadano sobre el gobernante. Ante todo, requiere justicia” . Pero cuando nos convertimos en espectadores, y nuestro voto en simple trámite, la justicia se vuelve una promesa lejana.
La democracia no puede sostenerse como simulacro. Requiere ideas que nos convoquen, vínculos que nos sostengan, justicia que se ejerza y participación que nos transforme. Como recuerda Suárez-Íñiguez, “la verdadera democracia es el conjunto relacionado (no perfecto) de todas estas características” . Recuperar ese conjunto implica repensar el vínculo entre nuestras instituciones y emociones, entre nuestros derechos y realidades, entre nuestro voto y nuestra voz.
Este fin de año, más que elegir entre nombres, deberíamos preguntarnos qué tipo de democracia estamos dispuestos a reconstruir. Porque elegir de verdad significa que nuestra voz cuenta y no solo que nuestro voto se registra.
Columna publicada por Le Monde Diplomatique el 24 de septiembre de 2025.
Por Rossana Carrasco Meza. Cientista Política PUC; Magister en Gestión y Desarrollo Regional y Local de la Universidad de Chile.
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