El último debate presidencial de 2025 dejó una sensación molesta. No solo por la reiteración de afirmaciones falsas por parte de José Antonio Kast —un patrón que ya no sorprende— sino porque el formato mismo del debate volvió imposible cualquier discusión seria. La televisión convirtió un momento decisivo en un espectáculo diseñado para producir tensión, no claridad.
Los conductores saltaron de tema en tema sin permitir réplica, profundización ni verificación mínima. Así, cada dato dudoso quedó flotando, sin contraste y sin responsabilidad. Ese vacío informativo opera como un permiso tácito: mientras más afirmaciones infundadas se lancen, más difícil resulta corregirlas en tiempo real. El resultado es un debate emponzoñado, donde la confusión pesa más que los argumentos.
Pero lo verdaderamente preocupante es que los canales parecen cómodos con este deterioro. El ritmo frenético, la obsesión por el “momento viral” y las preguntas formuladas como trampas reemplazan el oficio periodístico. Ante un candidato que ha demostrado preferencia por la posverdad, este diseño no solo es insuficiente: es funcional a la desinformación.
Si la televisión chilena no ajusta sus formatos —más pausas, más verificación, más responsabilidad—, los debates seguirán siendo lo que vimos anoche: un escenario donde el que más grita, interrumpe o inventa lleva ventaja. Y donde la ciudadanía pierde.
Para El Maipo, Álvaro Ramis, Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.
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