La zona del Caribe, arrasada recientemente por uno de los huracanes más temibles de las últimas décadas e inmersa en terremotos de magnitudes impactantes, es el primer lugar de América al cual llegaron los españoles del siglo XV, auspiciados por la monarquía católica. Por ello, cuando pisaron tierra, plantaron entre la arena las simbologías que representaban tanto a los reyes como a la religión: corona y cruz.
La cruz cristiana fue la simbología que sobresalió y marcaría la base de la conquista, aunque por aquella época los principios del cristianismo, basados en el amor y la hermandad, en la práctica no se cumplían. Los regímenes monárquicos europeos y el clero eran los acaparadores de los bienes materiales, en contraste con pueblos marginados, empobrecidos.
Como las concepciones teórico-filosóficas se debatían en ámbitos de la escolástica y la metafísica, en la apreciación de los españoles las culturas aborígenes americanas resultaron opuestas a toda lógica católica, opuestas a los preceptos de la Iglesia, opuestas a lo indicado en la Biblia, opuestas en definitiva al propio Dios. El amor y la hermandad no cabían pues para los pueblos originarios, en este caso para el pueblo taíno, el primero en encontrarse con los conquistadores, quienes habían desembarcado en una de las islas Bahamas, probablemente en lo que fuera Guanahani, hoy San Salvador (Isla Watling).
Cuando desembarcaron en tierras del Caribe, los regímenes monárquicos europeos y el clero eran los acaparadores de los bienes materiales, en contraste con los pueblos marginados, empobrecidos.
Las simbologías de los pueblos americanos eran variadas e incluían la cruz en diferentes interpretaciones, en especial la relacionada con las direcciones y los calendarios. En los Andes, por ejemplo, la Chakana representaba, en su aspecto cósmico, la Cruz del Sur, eje de mediciones y filosofías, incluidas las relacionadas con el espacio-tiempo. La Cruz maya simbolizaba la vida y la muerte, la cosmología.
Con sus variaciones de diseño, la cruz estaba presente en prácticamente todas las culturas precolombinas de América. Los vestigios arqueológicos son vastos en este sentido. Incluso los aspectos direccionales, calendáricos o numerológicos utilizados por las distintas culturas, llevaban a conclusiones comunes, como el hecho de que los desplazamientos de la Tierra alrededor del Sol, y de la Luna alrededor de la Tierra, eran medidos de manera similar con el número trece como un referente de lo que hoy llamamos “meses”. Las trece lunas, que de hecho se suceden en secuencia conforme al año solar de 365 días, fueron medidas en diferentes “cruces” americanas.
En cuanto a las direcciones básicas, en la referencia de los pueblos aborígenes, estas no eran las cuatro de los europeos, en las que se nombraba siempre a partir del Norte y luego la secuencia iba Sur, Este y Oeste, precisamente delineando la idea de una cruz y una conformación de mundo plano. Para la creencia europea de entonces, y que se conserva hasta la actualidad, el Norte era y es el punto que marca las orientaciones.
En cambio para los pueblos precolombinos, la orientación se daba desde el Este, el lugar de donde nace el Sol. Aparte de ello, la cruz debía representar también la tridimensionalidad y, por supuesto, la concepción de espiral con respecto no solo al espacio-tiempo sino al mundo y al universo. De ahí que las direcciones básicas debían ser siete: Este, Norte, Oeste, Sur, Arriba, Abajo y Centro, llamadas con distintos nombres según los idiomas de cada pueblo. El Centro apuntaba al propio corazón del ser humano, “centro” desde donde podía percibirse la relación directa con el todo.
Los taínos tenían a la tortuga como símbolo de lo anotado, la cual permanece en la artesanía y el arte de los pueblos taínos actuales. Junto con la espiral -asimismo representativa de la cultura taína-, los habitantes del Caribe daban a entender el cosmos. La tortuga es una cruz, que señala las siete direcciones (cuatro patas, cabeza, cola, caparazón) y las trece lunas, dado que son trece las divisiones que tienen las tortugas en sus caparazones.
La cruz, representada en la tortuga, estaba presente en prácticamente todas las culturas precolombinas de América en sus diferentes interpretaciones, en especial la relacionada con las direcciones y los calendarios.
En Borínquen, actual Puerto Rico, habitaban igualmente los taínos y hasta hoy la tortuga es para los puertorriqueños un sello de su cultura. Así, existen diseños populares de banderas de Puerto Rico que la incluyen. En todo el Caribe la tortuga fue considerada un animal especial, que reproducía el diseño del cosmos.
La cruz cristiana fue para los taínos el primer símbolo que les permitía entenderse con los extraños aparecidos en sus territorios. Por lo demás, todo cuanto cargaban los extranjeros era distinto, desde el vestuario. Algunos textos todavía insisten en decir que los aborígenes de América pensaron que se trataba de “dioses”. Esto producto de una interpretación cargada de determinaciones de índole providencial, palpable en crónicas, relaciones, documentos, con valoraciones teológico-católicas sobre la realidad.
Esa misma forma de pensamiento, colmada además con prejuicios de la Inquisición-impuesta en España desde 1478- llevó a los españoles a concluir que los taínos y demás pueblos de AbyaYala, eran “blasfemos”, “herejes”, “inferiores”, y que las manifestaciones y representaciones culturales de dichos pueblos eran “cosa del demonio”.
Con tales parámetros, entre otros, se desató la conquista. Numerosas culturas fueron erradicadas, en un genocidio que empezó a crecer por todo el continente y dejó un saldo de millones de nativos exterminados. Los datos son alarmantes. Se habla de cincuenta, sesenta, hasta noventa millones. El genocidio más grande y más escandaloso de la historia humana.
A la par, la cruz cristiana acabó por perder su referente espiritual, para representar un sistema económico de explotación. Los intercambios, muy frecuentes en todo el Caribe, fueron sustituidos por diezmos y demás “políticas económicas” aplicadas en el continente. El oro y la plata, que representaban al Sol y a la Luna, se erigieron como símbolos de poder en manos de “los blancos”.
La “doctrina del descubrimiento”, que en lo básico justificaba la apropiación de tierras indígenas a través del discurso de la “civilización” y del “cristianismo”, vino acompañada por la “doctrina del tiempo”, la cual no es otra cosa que la introducción del calendario gregoriano en 1582 (apenas 90 años desde que Colón llegara a tierras del Caribe), impuesto por bula papal de Gregorio XIII.
Como los calendarios son sistemas de signos, esto permite acceder al mundo de los significados que, con respecto al tiempo, tiene una cultura en particular, con la diferencia de que para los pueblos indígenas de AbyaYala el tiempo es indivisible del espacio, lo cual puede apreciarse, en Sudamérica por ejemplo, al analizar la palabra pacha y sus derivados, utilizadas en idiomas quechua, kichwa o aymara. Y como la conceptualización de pacha tiene origen precolombino, se puede inferir que los calendarios precolombinos no aludían únicamente al tiempo sino al espacio.
En el calendario gregoriano, en uso hasta la actualidad, meses, días, años tenían, en la etapa de la conquista, un sentido básicamente de recordatorios de sucesos históricos o religiosos. Ese calendario no podía ser utilizado para medir el espacio ni el cosmos, a menos que se tratase de contar años y, posteriormente, “años luz”. En cambio en el Tzolkin centroamericano, cada día y cada número de día, de mes y de año, puede ser concebible como una unidad espacio temporal.
El calendario no es hoy la única herramienta para desenmascarar los tejes y manejes del capitalismo. Hay otra mucho más precisa -el reloj primero mecánico y luego digital y atómico- que mide el tiempo en términos casi exclusivamente económicos.
Queda claro que el sistema económico traído por los europeos estaba relacionado con el nuevo y obligado calendario gregoriano. Se debía respetar la división del mismo, a partir del concepto de semana establecido desde el Génesis bíblico. Se prohibió en adelante marcar con lunas, y el número trece de la tortuga fue proscrito y catalogado también como “cosa del demonio”.
A la larga, la doctrina del tiempo se ha extendido a tal extremo, que hoy parecería incuestionable. El sistema de trabajo asalariado, de una semana de cinco “días laborables” y dos para “el descanso”, ha servido al mundo capitalista para dividir la semana del calendario gregoriano en tiempos que giran alrededor de la economía: cinco días para producir bienes y dos para consumirlos. De tal manera que el esquema de división del trabajo no es solo analizable en las relaciones socioeconómicas y políticas, sino que se manifiesta, además, en la forma de dividir el “tiempo económico” dentro del calendario gregoriano.
Siguiendo esta línea, las leyes del mercado (que bien pueden ser las que cualquier economista defina) dejan de ser explicables tan solo por sistemas de la estructura económica, para ser descubiertas dentro del ámbito de la cultura, desde la óptica sincrónica o diacrónica relativa a los hechos históricos, por supuesto, pero sobre todo, desde las determinaciones económicas relativas a las cuentas calendáricas gregorianas.
El calendario no es la única herramienta para desenmascarar los tejes y manejes del capitalismo. Hay otra herramienta mucho más precisa que mide el tiempo en términos casi exclusivamente económicos: se trata del reloj -primero mecánico y hoy digital y atómico-, inventado para garantizar la eficiencia del sistema producción-consumo, del cual la propia ciencia y la tecnología se ven influenciadas.
Son pues, estos símbolos del tiempo capitalista contemporáneo -calendario, reloj-, los que representan la “riqueza”, el “desarrollo”, “progreso” y demás discursos que no dan cuenta ni de la justicia ni de la equidad. La frase de cajón para justificar el sistema de producción capitalista se reduce a: “El tiempo es oro”.
Baste ver la estructura de las horas en los llamados días laborables, para descubrir paradigmas conservadores, que en planos filosóficos e ideológicos quieren imponer a los seres humanos formas de vida que mecanizan y a la larga llevan a la miseria económica de los pueblos.
En este sentido, la lucha por la jornada de 40 horas, que constituyó en su momento una reivindicación laboral frente a jornadas esclavizantes, corre el peligro de ser desvirtuada por las doctrinas neoliberales, que presentan para el grueso de la población trabajadora esquemas de sobrecarga temporal en los trabajos.
Tales esquemas se dirigen a potenciar la estructura “producción-consumo”, no para dar salida a la pobreza económica ni para liberar al ser humano de la carga horaria en el trabajo mecanizado; es más bien para convertirla en una estructura “explotación-consumismo”. El calendario gregoriano y el reloj, sin duda, acompañan el proceso, convirtiéndose, hoy como ayer, en símbolos destacables de la cultura occidental capitalista.
Lo interesante es que, al poderse desentrañar los símbolos en sus signos, significantes y significados, pueden por ello ser cuestionados. Por eso, las reivindicaciones de vanguardia actuales (tanto provenientes de pueblos indígenas, como de diversas organizaciones sociales), también giran en torno a un cambio de calendario y por ende a un cambio de dinámica relativa al tiempo de trabajo, al tiempo de la cotidianidad, al tiempo del “deber ser”. He aquí la frase que resume la propuesta: “El tiempo es arte”.
Tanto en el mundo contemporáneo como en la época del descubrimiento, los símbolos y doctrinas del occidente capitalista han brindado a los pueblos de América solo oprobio y miseria. La zona del Caribe es de nuevo la primera en sufrir sus embates.
Se entiende entonces que, para los taínos y demás pueblos de AbyaYala, las concepciones del espacio-tiempo sufrieron un quiebre tan grande, que los condenaba a vivir ajenos a las simbologías que los habían acompañado durante milenios. En igual línea, el oro que representaba las bondades y generosidades del cosmos, fue convertido en valor de tiempo (“el tiempo es oro”) y con ello llegó el saqueo de este metal, que hasta la actualidad sigue brindando holgura a Europa, cuyos gobiernos han sabido apropiarse de todo tipo de riquezas (canela, caucho, petróleo, plantas, etc.).
Para los europeos, incapaces de entender el significado del trece en la tortuga, del pacha condensado en la Chakana o de la galaxia asumida en el Tzolkin, optaron por menospreciar tales simbologías y sustituirlas por la cruz católica. Las concepciones del espacio-tiempo como un todo quedaron resquebrajadas. Con ello, el universo entero perdía su sentido espiral y multidimensional, arraigado en los pueblos precolombinos. Este fue el mayor atraso, en términos filosóficos y científicos, al que fueron condenados los nativo-americanos.
Hoy podemos comprenderlo a la luz de lo que indica la ciencia, la cual ha demostrado que la Vía Láctea es espiral y que, en efecto, los calendarios precolombinos responden a una realidad cósmica y dan cuenta de los movimientos de la Tierra, la Luna, el Sol, los astros, con gran precisión. El Tzolkin es la muestra más fehaciente.
Para los hijos de la tortuga, los herederos de estos conocimientos, los discursos del coloniaje ya no son los mismos ni tampoco las simbologías. El signo del dólar ha reemplazado a la cruz, acompañado de otro tipo de doctrinas (Monroe, Truman, Coexistencia pacífica, de Seguridad nacional, Kentiana), impuestas desde la simbología del dólar.
Lo triste es que, a pesar de los desastres causados por los huracanes y terremotos, la zona del Caribe de nuevo es la primera en recibir los embates de tales simbologías y de tales doctrinas más “modernas”. Lo sucedido en Cuba lo ejemplifica. El mismo día en que el huracán Irma causaba desastres en la Isla, los Estados Unidos ratificaban un año más de embargo económico. Parecido o peor destino ha tenido Puerto Rico, que en lugar de recibir solidaridad y aliento, recibió, en un hecho bochornoso, la simbología del desprecio y la humillación, cuando el presidente Trump arrojó rollos de papel higiénico a los puertorriqueños afectados por el huracán.
Resulta innegable que tanto símbolos como doctrinas del occidente capitalista, en el mundo contemporáneo y en el mundo de la época del “descubrimiento”, han brindado a los pueblos de América solo oprobio y miseria.
Artículo escrito en Quito, Ecuador un 11 de octubre del año 2017 por la Escritora y Antropóloga María Eugenia Paz y Miño.
Fuente: El Maipo/PL
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