Chile celebra el fin de una cárcel VIP, pero mantiene intacta otra: la boutique penal donde descansan los defraudadores del Estado. Extraño país donde la justicia avanza cojeando… y mirando hacia el lado.
Hay decisiones políticas que llegan tarde pero llegan.
Volver Punta Peuco una cárcel común no solo es un gesto administrativo: es una señal moral, histórica y, digámoslo con todas sus letras, civilizatoria. Una manera elegante de decir: “Se acabó el privilegio para los perpetradores de los más atroces crímenes de lesa humanidad cometidos en Chile”.
Aplausos. Lentos y sostenidos.
Pero mientras celebramos este hito largamente postergado, no puedo evitar que me ronde una pregunta incómoda, de esas que una prefiere hacerse con café en mano para no caer en la desesperanza:
¿Y con Capitán Yáber qué hacemos?
Porque si hablamos de cárceles especiales para grupos selectos, la célebre residencia de los delitos económicos es la hermana siamesa —silenciosa, impecable y sorprendentemente amable— de Punta Peuco.
Un pequeño y confortable recinto penitenciario para políticos imputados, empresarios imaginativos, operadores creativos y otros “profesionales” del fraude al fisco.
La crema y nata del “yo jamás pondría un pie en una cárcel común”. Y claro, no lo ponen.
El milagro carcelario chileno
En Chile ocurre un fenómeno digno de estudio antropológico:
Si un joven roba un celular, va a una cárcel común.
Si un señor roba millones del Estado, va a Capitán Yáber (con mejor iluminación que muchas bibliotecas públicas).
La justicia es tan pareja… como una tarjeta de crédito platinum. Porque aquí el peligro no es delinquir. El verdadero peligro es delinquir sin plata.
El daño económico: ese crimen sin sangre que deja al país anémico
El delincuente de cuello y corbata es un personaje particular. Sonríe. Da entrevistas. Habla de “errores” pero jamás “delitos”. Firma columnas de opinión.
Y mientras tanto: desvía, malversa, presiona, se colude. No empuña armas: teje redes siniestras. Entonces, su daño no es menor: es estructural.
Cada peso robado al Estado es un consultorio sin especialistas, una escuela con goteras, un hospital sin insumos, un programa social nunca ejecutado.
Gabriel Salazar lo dijo: es la violencia de los ricos. Silenciosa, elegante, devastadora.
La conversación seria: necesitamos reformas profundas
Quizás ha llegado el momento de que hablemos en serio.
Si realmente queremos terminar con la justicia diferenciada, necesitamos algo más que indignación esporádica: necesitamos una reforma constitucional que por fin trate la corrupción y la malversación de fondos públicos por lo que realmente son: alta traición al país.
Hoy, defraudar al Estado sigue siendo castigado con penas simbólicas, acuerdos convenientes, clases de ética o condenas que jamás se cumplen en recintos comunes. Eso debe cambiar.
Robarle al fisco —es decir, al bolsillo colectivo— debe traducirse en: penas más altas, cumplimiento efectivo, sin beneficios, especialmente cuando los responsables son autoridades, altos funcionarios o representantes democráticamente electos.
Y lo mismo debe ocurrir con el Consejo de Defensa del Estado.
El CDE debe dejar de ser un actor intermitente y pasar a ser un verdadero centinela constitucional, obligado a perseguir todas y cada una de las causas que involucren fraude al fisco, malversación, coimas, administración desleal o desfalcos, sin discrecionalidad ni silencios tácticos.
Quizás llegó el momento de hablar de inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos, un registro nacional público de corruptos y defraudadores del Estado, prohibición absoluta de contratar con el Estado de por vida ¿por qué no?
¿Qué tal si sumamos penas sin beneficios cuando el delito se comete desde posiciones de poder, y un estándar jurídico que deje claro que, en Chile, la traición a la patria —porque eso es robar al Estado— se paga caro.?
Lo inquietante: nadie lo dice
En medio de una elección presidencial crispada, ruidosa, agresiva y sobrecargada de frases hechas, ni un solo candidato ha mencionado siquiera la posibilidad de cerrar o transformar Capitán Yáber.
Ni uno. Silencio total.
Y quizás más grave aún: la ciudadanía parece tener tan normalizada esa cárcel boutique, tan internalizada la desigualdad penal, que el tema ni siquiera asoma en el debate público. Como si fuera demasiado pedir que los ladrones millonarios tengan las mismas consecuencias que los ladrones pobres. Como si exigir justicia pareja fuera una excentricidad nacional.
Definitivamente nos falta abrir los ojos. Porque Capitán Yáber no es un recinto penitenciario: es el espejo del país que todavía somos. Transformarlo en una cárcel común o derechamente cerrarla no solo sería un acto de justicia. Sería un gesto pedagógico, simbólico, preventivo: un recordatorio claro de que, en Chile, la corrupción no se paga con clases de ética, sino con condenas reales.
¿Cuántos delitos económicos se evitarían si quienes hoy manipulan fondos públicos supieran que los espera una cárcel común —no una suite legal con cafetería, Internet y televisión—?
Tal vez, solo tal vez, comenzarían a pensarlo dos veces.
Punta Peuco ya cayó y Capitán Yáber…
Constanza Schaub, periodista y colaboradora de elmaipo.cl
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