Los 26 de cada mes, sobre el puente Pueyrredón, en la capital de Argentina, se reunían en una gran asamblea cientos de mujeres del movimiento piquetero. Esto empezó a ocurrir luego del 26 de junio de 2002, día en que la policía asesinó a Darío Santillán y a Máximo Kosteki en la estación Avellaneda, hoy renombrada como “Darío y Maxi”. Las mujeres, procedentes de diversas poblaciones del Gran Buenos Aires, se agruparon para denunciar el crimen como una acción del Estado represor y manifestar, junto a los hombres, su repudio al sistema neoliberal.
Pero, en la conversación, otras motivaciones comenzaron a rondar. Crudos testimonios hablaron de un patriarcado que estaba en la base del sistema neoliberal. No solo se compartieron experiencias de la violencia masculina hacia la mujer, lo cual ya de por sí era un antecedente dramático, sino que se puso en común que el cuidado de hijos/as, personas enfermas y mayores estaba casi exclusivamente en manos de mujeres, que, si la distribución del ingreso era desigual, en el caso de las mujeres lo era aún más, dada la enorme brecha salarial que existe entre mujeres y hombres, y también que las prácticas autoritarias se replicaban en las mismas organizaciones políticas en que participaban.
Surge entonces un discurso antipatriarcal con un sentido político muy preciso que proviene de la conciencia de que la lucha emprendida apuntaba a la esencia de un sistema económico, en el que la explotación del hombre por el hombre de la que hablaba Marx era infinitamente más dramática cuando la explotada era una mujer. Se trataba, por lo tanto, de una lucha antineoliberal.
Esta experiencia coincidió con las de las mujeres zapatistas en Chiapas, las negritudes femeninas de la costa pacifico colombiana, las defensoras ambientales en Brasil y un sinfín de experiencias organizativas de las mujeres populares en América Latina.
Es bueno recordar, a partir de estos hechos, que el 8 de marzo no es una celebración a la mujer, donde los jefes le regalan flores a su secretaria o las multitiendas se cubren con comerciales con discursos supuestamente igualitaristas.
Este “capitalismo morado”, que brinda apoyos superficiales más que visibilizar reivindicaciones estructurales, ha permeado a muchas mujeres, a través del incentivo al consumo y el lavado de la imagen de aquellos que se benefician del patriarcado estructural.
Por oposición a esto, hablamos, entonces, de un 8M combativo, de homenaje a esas 123 jóvenes trabajadoras, la mayor parte inmigrantes, que murieron en el trágico incendio de la fábrica Triangle Shirtwaits de Nueva York un 25 de marzo de 1911 y a las trabajadoras textiles que un 8 de marzo de 1857, en Estados Unidos, marcharon en protesta por los bajos salarios y las largas jornadas de trabajo.
El feminismo a secas no existe. Hay feminismos variados y con objetivos diversos. Entre estos reconocemos a los de corte liberal, preocupados exclusivamente de los derechos civiles, como el aborto o la representación política, o el más radical, que centra su discurso en la reconstrucción de la sexualidad.
El feminismo popular plantea que se deben transformar tanto las relaciones de opresión que existen entre hombres y mujeres, como las que se establecen entre un sistema ultra capitalista y la humanidad. En este horizonte de transformaciones, socialismo y feminismo no solo son complementarios, sino también necesarios para emprender el camino hacia una sociedad digna.
En estos tiempos en que el conservadurismo ha regresado y nos han hecho retroceder política y culturalmente, luego de la derrota en el plebiscito del 4S, la urgencia por recuperar el tono de la lucha y el sentido estructural de la misma se convierte en la esencia de la reivindicación feminista. Las grandes alamedas se abren en el camino de la lucha contra el patriarcado, y por la democracia y el socialismo.
El patriarcado, recordando la canción de León Giecco, “es un monstruo grande y pisa fuerte”, y está en las luchas populares la posibilidad de derrotarlo.
Para el Maipo, Paulina Basualto, Frente Feminista – Plataforma Socialista
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