Antes del Viejo Pascuero, del árbol de Navidad y de los regalos envueltos en papel brillante, la Navidad en Chile se celebraba de una manera muy distinta. No era una fiesta silenciosa ni íntima, sino una celebración ruidosa, callejera y marcada por el calor del verano, las frutas de estación y la ocupación masiva del espacio público.
Lejos de la imagen invernal importada desde Europa, la Navidad chilena fue durante siglos una fiesta popular vinculada a la abundancia natural y a la vida comunitaria, una tradición que con el tiempo fue desplazada por nuevas formas de celebración más ordenadas, domésticas y orientadas al consumo.
Una fiesta de sol, fruta y pueblo
La Navidad llegó a Chile con la colonización española, pero aquí coincidía con el solsticio de verano, un período asociado a la cosecha y a la abundancia. Por eso, durante la Colonia y buena parte del siglo XIX, la celebración estuvo profundamente ligada a la naturaleza, al calor y a la vida colectiva.
El símbolo central no era el árbol de Navidad, sino el pesebre. Iglesias y casas competían por montar los más elaborados, y recorrerlos formaba parte esencial de la festividad. Los regalos no se entregaban a los niños, sino al Niño Dios, y solían consistir en frutas, flores y productos del campo.
Tras las ceremonias religiosas, la celebración se trasladaba a las calles. En Santiago, el epicentro era el sector de la actual Vega y el Mercado Central, donde se reunían miles de personas. A esta fiesta se le conocía como la bullanga de Navidad: música, baile, comida, vino y una ocupación total del espacio público.
El historiador Maximiliano Salinas, Premio Nacional de Historia, ha señalado que durante gran parte del siglo XIX la Navidad funcionaba como una verdadera fiesta popular, donde el pueblo hacía de la risa, el ruido y el encuentro colectivo formas legítimas de celebración. No se trataba de una experiencia privada, sino de una expresión pública de la vida social.
El problema del desorden
Con el avance del siglo XIX, esta forma de celebrar comenzó a incomodar a las élites políticas, a la Iglesia y a la prensa de la época. El desorden, la mezcla social y el consumo de alcohol eran vistos como amenazas al orden y a la moral.
Según Salinas, hacia ese período “la risa, el desenfreno y la sensualidad empiezan a ser percibidos como peligros sociales”, en un contexto donde se buscaba formar ciudadanos más disciplinados, productivos y contenidos emocionalmente.
En 1856, el intendente de Santiago, José Tocornal, decidió trasladar la celebración desde la Plaza de Abastos a la Alameda, en un intento por controlar la multitud y “ordenar” la fiesta. Fue uno de los primeros pasos para sacar la Navidad popular de la calle y reducir su carácter masivo.
La Navidad entra a la casa
A fines del siglo XIX y comienzos del XX, la celebración adopta un modelo europeo. La Navidad deja de ser una fiesta colectiva y se transforma en una celebración doméstica, centrada en la familia y especialmente en los niños.
La historiadora Olaya Sanfuentes, especialista en historia de la vida privada, ha estudiado este proceso y explica que la Navidad pasó de ser una práctica pública y comunitaria a una experiencia íntima, organizada en torno al hogar y a la infancia. Este cambio no fue solo cultural, sino también social: permitió separar a las clases populares del espacio festivo central.
El nuevo modelo dejó en evidencia una realidad incómoda. Muchos niños de sectores populares no tenían acceso a regalos ni celebraciones. Surgen entonces iniciativas caritativas impulsadas por organizaciones religiosas y por figuras políticas, que más tarde serían asumidas por el Estado bajo la llamada Navidad del Niño Pobre, especialmente durante el gobierno de Pedro Aguirre Cerda.
El Viejo Pascuero y el consumo
En paralelo, el comercio comenzó a jugar un rol clave. A comienzos del siglo XX, importadoras y grandes tiendas introdujeron la figura del Viejo Pascuero como estrategia para incentivar la compra de juguetes. Con el paso de las décadas, la publicidad terminó por fijar una imagen completamente ajena a la realidad local: abrigo rojo, nieve y chimenea, en pleno verano chileno.
Así, el sentido comunitario y popular de la Navidad fue cediendo terreno frente a una celebración centrada en el regalo, el consumo y la experiencia privada.
Una tradición que cambió de lugar
Hoy, la Navidad en Chile se vive mayoritariamente puertas adentro, mientras que el Año Nuevo ocupa el rol de fiesta masiva y callejera. La antigua bullanga desapareció del calendario, pero no del todo de la memoria.
Como muestran diversas investigaciones históricas, la Navidad chilena no siempre fue silenciosa ni ordenada. Durante décadas fue una fiesta ruidosa, popular y profundamente ligada al verano. Su transformación refleja no solo cambios culturales, sino también disputas por el control del espacio público y las formas de celebrar la vida en comunidad.
El Maipo



