El senador José Miguel Durana (UDI) propone que Chile se retire de la Convención de Ottawa para “proteger” la frontera norte. Pero su planteamiento no solo es técnicamente insostenible: representa un retroceso ético, humanitario y civilizatorio. Las minas no resguardan territorios: mutilan personas, contaminan el suelo y condenan a las comunidades al miedo.
La columna publicada por el senador José Miguel Durana en BioBioChile este 1 de agosto, titulada “Chile debe denunciar la Convención de Ottawa para restablecer el Estado en la frontera norte”, representa una de las propuestas más retrógradas y peligrosas que haya circulado en el debate público reciente. Plantear el regreso de minas antipersonales en pleno 2025 no solo es una aberración legal, ética y técnica, sino que delata un populismo insano, oportunista y propio de la era de las cavernas.
El congresista sostiene que el tratado de Ottawa, que Chile firmó y ratificó en 1999, es un obstáculo para enfrentar el crimen organizado en el norte, sin embargo, ignora que la Convención no prohíbe mecanismos modernos de vigilancia, control fronterizo, sensores térmicos, drones ni cercos electrificados. Prohíbe, simplemente, el uso de un arma brutal que no distingue entre un traficante, un migrante, un niño o un animal.
Minas: dispositivos de muerte persistente
Las minas antipersonales son dispositivos de muerte ciega. Se activan por presión o proximidad, sin discriminar a la víctima. Su legado en países como Camboya, Afganistán o Angola es la mutilación, la pobreza rural crónica y el terror prolongado incluso décadas después de finalizado el conflicto. Sólo en el año 2022, más de 5.500 personas murieron o resultaron heridas por minas y restos explosivos en el mundo, según el Monitor de Minas Terrestres de la ONU. El 85% de ellas eran civiles. Un tercio, niños. Estas cifras han sido recogidas por el Landmine and Cluster Munition Monitor, organismo técnico dependiente de la Campaña Internacional para la Prohibición de Minas Antipersonales (ICBL-CMC).
Chile, que ha invertido millones de dólares y décadas de trabajo para desminar su frontera norte, ha sido reconocido internacionalmente por su compromiso humanitario. Más de 27 millones de metros cuadrados han sido liberados. Volver a sembrarlos es escupir sobre ese esfuerzo, traicionar la palabra empeñada ante la comunidad internacional y poner en riesgo la vida de comunidades aymaras, quechuas y agricultores del altiplano. Según datos del Ministerio de Relaciones Exteriores (2023), Chile ha destruido más de 179.000 minas desde 2002, cumpliendo rigurosamente con sus obligaciones ante la Convención de Ottawa.
Inestabilidad geográfica: minas que se mueven con el agua
El senador omite, además, un aspecto clave: el riesgo geográfico real. En el altiplano chileno las lluvias estivales del invierno boliviano provocan aludes, crecidas y deslizamientos. Las minas enterradas pueden ser arrastradas por el agua y terminar en cauces, caminos o cultivos. Este fenómeno ha sido documentado por el Geneva International Centre for Humanitarian Demining (GICHD) en países como Bosnia, Sudán del Sur y Colombia. Cuando una mina se desplaza de su ubicación original, pierde toda utilidad militar y se convierte en una amenaza para cualquiera. Incluidos nuestros propios funcionarios de control fronterizo.
Ni hablar del costo. Cada mina instalada es una deuda futura en desminado, rehabilitación de víctimas, contaminación ambiental y paralización de territorios. El Banco Mundial estima que cada metro cuadrado desminado puede costar entre 2 y 25 dólares. Sumar minas es multiplicar el gasto, no la seguridad.
De la seguridad inteligente a la violencia simbólica
Lo que propone el senador Durana no es seguridad nacional: es una performance de fuerza anclada en lógicas autoritarias, carentes de eficacia y de humanidad. En vez de reforzar sistemas de patrullaje, tecnología satelital, coordinación internacional y desarrollo regional, sugiere un salto hacia atrás en la historia. Según el informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), las estrategias de frontera más efectivas son aquellas que combinan control territorial con desarrollo comunitario, no militarización ciega.
Los tratados internacionales no son meras ataduras ideológicas. Son pactos de civilización. Denunciar la Convención de Ottawa nos colocaría junto a regímenes autoritarios y Estados fallidos. Nos restaría liderazgo diplomático, nos expondría a sanciones, y enviaría al mundo el mensaje de que Chile justifica matar civiles con tal de simular control.
Ninguna democracia se fortalece volviendo a enterrar explosivos en su suelo. Ninguna frontera se vuelve más segura matando al azar. Y ningún país crece abrazando la barbarie como política pública.
Chile merece seguridad, sí. Pero una que sea inteligente, humana y moderna. No una que huela a trinchera, metralla y miedo.
Revisa aquí la columna del senador UDI José Miguel Durana.
Constanza Schaub, periodista.
El Maipo/Soda Caustica
Nota: El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de sus autores, y no refleja necesariamente la línea editorial El Maipo.