La renuncia del senador Javier Macaya a la presidencia de la UDI no es una anécdota. Podría suponer un punto de inflexión en varias áreas de la vida política chilena. Hace una década, el diagnóstico era distinto. En ese tiempo, un dirigente político sometido a la misma circunstancia no se habría visto en la necesidad imperiosa de dimitir de su cargo. La indignación social ante situaciones de privilegio y de abuso de poder no parecía tener efectos concretos. Eran los tiempos en los que nadie renunciaba, y si se sancionaba una práctica indebida, se resolvía con clases de ética a la carta.
La forma en que se resolvió esta circunstancia se explica por una evidente evolución en la sensibilidad de toda la sociedad, y no solo de los sensores electorales de los partidos. Es reflejo de una alta valoración ciudadana de estándares de probidad más exigentes y de rechazo a los abusos de todo tipo, no solo de carácter sexual, pero con una mirada muy fuerte desde la perspectiva de género.
Hoy existe mucha mayor aversión a la discrecionalidad en la toma de decisiones públicas. Y si esa discrecionalidad se asocia a quien posee un cúmulo de medios económicos, simbólicos y relaciones privilegiadas con grupos de influencia, frente a la vulnerabilidad de las personas afectadas, esta arbitrariedad se convierte en un escándalo de proporciones.
Pero este cambio en la opinión pública es todavía más emocional que racional. En esta década, la política se ha emotivizado, pero lo emotivo no siempre es algo que posea bases racionales de fundamentación.
Seguramente, la enorme mayoría de la población reprueba la forma en que actuó Javier Macaya al entregar un respaldo público a su padre, condenado por abusos sexuales contra menores de edad. La ciudadanía logra intuir que su intervención pudo tener relación con el trato privilegiado que disfrutó durante su prisión preventiva. Pero si se va más allá, es bastante instintiva la manera en que se repudia el actuar del expresidente de la UDI. Faltan razones y un contexto de mayor argumentación para que el caso se convierta en una lección para los políticos de todos los sectores.
El concepto clave que se necesita entender es el de “conflicto de intereses”. Esta noción tomó nueva fuerza a inicios del siglo XXI para mostrar y sancionar el riesgo de una práctica profesional que sea disfuncional a sus fines.
La definición más clara y extendida es la de Dennis F. Thompson, que determina que un conflicto de este tipo acontece cuando los “intereses primarios” del juicio profesional tienden a ser influidos o determinados por los “intereses secundarios” de un individuo o una institución particular. Por “intereses primarios” se entienden las metas que un profesional debe buscar en el desarrollo de su tarea. Si es un médico, la salud del paciente. Si es un abogado, el mandato judicial de su cliente. En el caso de un político, desarrollar su labor profesional anteponiendo los intereses públicos a sus intereses privados.
Por eso, los “intereses secundarios” en la acción profesional se relacionan con el provecho económico personal, el afán de notoriedad o prestigio, reconocimiento o promoción, o también el beneficio a familiares, allegados o beneficiarios directos. Los intereses secundarios no son necesariamente ilegítimos. Es inevitable tener ese tipo de interés en la vida.
El problema es no reconocerlos y actuar como si no existieran. Lo que se demanda de cualquier profesional, y más aún de alguien con un alto cargo, es que reduzca al mínimo el peso de ese tipo de intereses en su actuar profesional. Nadie puede pedir que se eliminen los “intereses secundarios”, sino que se prevengan las situaciones en que estos puedan llegar a ser los que dominen sus decisiones.
Ante un conflicto de este tipo, la demanda usual es que el involucrado se abstenga de incidir y declare sus intereses con transparencia. La sociedad espera que las motivaciones de quienes poseen cargos públicos no se vean desvirtuadas o modificadas por una intención diferente a la que debe guiar la labor estrictamente profesional.
Obviamente, esto siempre está regido por un margen de imprecisión. Hasta donde llega un conflicto de intereses es necesariamente intersubjetivo, y el fondo de lo que mueve una conducta a menudo no se manifiesta. Pero no es un eufemismo decir que la intervención en televisión de un senador, sobre el caso penal que afecta a su propio padre, implica un evidente conflicto, donde las motivaciones secundarias no se pueden anteponer a las que deberían ser las motivaciones primarias en su actuación.
La política actual está viviendo, a su manera, un “giro ético” en todo el mundo, empujada por procesos de cambio de mentalidad y de nuevas prácticas sociales que condicionan los puntos de vista habituales, junto a las normas y valores de conducta. Se trata de una forma de “etización” de la discusión pública que reacciona ante la decadencia moral de muchos sistemas políticos. Existe una demanda extendida, que implica por enfrentar con más atención los conflictos de intereses, no solo a nivel de las personas.
Hoy esto es exigible también a las instituciones, que deben ser tratadas como agentes morales, a los que se puede pedir cuentas de sus acciones y de sus consecuencias. Por eso, un partido político hoy también debe responder a las expectativas éticas de la sociedad, desde una ética de la responsabilidad. Si este aprendizaje no se hace a tiempo las consecuencias electorales son irreparables.
Columna publicada por The Clinic el 27 de julio de 2024.
Para El Maipo: Álvaro Ramis, Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC), colaborador de El Maipo.
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