Domingo, Noviembre 16, 2025

La migración no es el problema: el abandono sí. Por Miguel Jara Gómez

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En las comunas populares donde vivo y trabajo, la migración no llegó a destruir nada: convivió con el abandono que ya existía. Las carencias estaban antes: servicios públicos saturados, barrios sin inversión estatal, cesantía cíclica, viviendas precarias y una sensación compartida de que el Estado mira desde lejos, pero no entra. La llegada de familias migrantes no creó esos problemas: simplemente los hizo visibles.

Sin embargo, el país repite otra historia. Hoy, mientras la derecha instala con éxito el discurso del miedo —y parte de la ciudadanía lo reproduce con cansancio y frustración acumulada—, la izquierda sigue atrapada entre el silencio táctico y la ambigüedad discursiva. Y en ese vacío, el racismo se normaliza, el sentido común se endurece y la idea del “ellos contra nosotros” se instala como si fuera una verdad evidente.

La migración no es un fenómeno marginal. Hoy casi un 10% de la población que habita Chile es migrante. No son turistas, no están de paso: trabajan, pagan arriendo, crían hijos, sostienen servicios, emprenden, cuidan, estudian, producen. Son parte del país. El dato es simple: Chile envejece, se estanca demográficamente y sin migración el deterioro sería mayor. Pero en vez de verlos como parte del pueblo que hoy sostiene nuestra vida cotidiana, preferimos tratarlos como sospechosos permanentes.

Lo más cómodo políticamente es reducir todo a la delincuencia. Y claro, la delincuencia existe, duele y fractura la vida en los territorios. Pero asociarla automáticamente a la migración no solo es falso, sino profundamente funcional a quienes viven de dividir al pueblo para administrar el miedo. La criminalidad no se explica por la nacionalidad, sino por la desigualdad, la precariedad, los mercados ilegales, la desprotección estatal y el negocio del control territorial por bandas que no llegaron por pasos inhabilitados sino en avión o ya estaban ahí desde antes.

Lo que vemos es un país que quiere resolver un fenómeno social complejo con la lógica del castigo. Y eso siempre ha sido un error. No se puede enfrentar un proceso migratorio regional —marcado por crisis políticas, económicas, climáticas y humanitarias— solo con leyes más duras, militarización de fronteras y expulsiones mediáticas. Ni en Chile ni en ninguna parte del mundo ha funcionado. Lo único que logra es profundizar irregularidad, la informalidad, la estigmatización y el círculo de exclusión.

Pero también es momento de hacer autocrítica desde nuestro propio campo político. Decir que la derecha manipula el tema no nos exime de responsabilidad. La izquierda ha respondido tarde, mal o, peor aún, no ha respondido. Se ha actuado como si defender los derechos de las personas migrantes fuera un costo electoral inevitable, y no parte esencial del proyecto político que decimos representar. Hemos renunciado a disputar sentido común y nos hemos limitado a reaccionar.

Mientras tanto, en los barrios, lo que existe no es odio natural: es desprotección material. Cuando los consultorios colapsan, cuando no hay cupos en jardines, cuando el arriendo se devora medio sueldo, cuando la calle es insegura, la rabia busca destinatario. Y si el Estado está ausente, el “otro cercano” se vuelve el blanco. Primero fue el pobre chileno, ahora es el pobre migrante. El problema de fondo es el mismo: el modelo abandona y después culpa a quienes sobreviven en ese abandono.

Por eso es urgente dejar de mirar la migración solo desde arriba —como si fuera solo una discusión de fronteras, permisos y normativas— y comenzar a mirarla también desde abajo, desde los territorios donde realmente se juega la convivencia. La pregunta no es “¿qué hacemos con los migrantes?”, sino “¿qué hacemos con las desigualdades estructurales que afectan tanto a migrantes como a chilenos?”. Y la respuesta no puede ser policía primero, derechos después.

El enfoque que necesitamos no es ni caritativo ni punitivo: es político. Un Estado que garantice derechos universales, que planifique con justicia territorial, que entienda que integrar no es sinónimo de controlar. Un discurso público que se atreva a decir que el problema no es la diversidad, sino la desigualdad. Una izquierda que deje de pedir disculpas por defender la dignidad humana.

La disyuntiva es clara: o asumimos que la migración es parte de la realidad social, económica y demográfica de Chile y construimos convivencia desde la justicia; o seguimos administrando la fractura mientras la ultraderecha capitaliza el miedo. No hay tercera vía. Si la izquierda no tiene una posición clara, la derecha ya la tiene lista.

La pregunta de fondo no es técnica. Es moral, política y civilizatoria:
¿Vamos a seguir reproduciendo un país que clasifica a las personas según su pasaporte, su color de piel o su utilidad económica?
¿O vamos a construir uno que entienda que la seguridad real nace de la igualdad y no de la expulsión del distinto?

No es la migración la que amenaza la cohesión social: es el miedo convertido en política de Estado. Si no disputamos eso, perdemos mucho más que una elección. Perdemos la posibilidad de que este país sea realmente para todos los que lo habitan, lo trabajan y lo sostienen.

Miguel Jara Gómez, colaborador y miembro del equipo de El Maipo (elmaipo.cl), es antropólogo social, magister en Educación y Comunicador Social, Coordinador Paritario del Comité de Migraciones del Frente Amplio.

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