La autocrítica que está pendiente es otra. Urge evaluar la deriva de los progresismos realmente existentes. Se requiere ponderar su evolución política en las décadas recientes, tiempo en que la izquierda ha cambiado velozmente su marco de interpretaciones y ha ido modificando sus significantes respecto de su enfoque tradicional, lo que le ha permitido recuperar fuerza, pero con altos impactos no deseados. El más grave es estar perdiendo la bandera de los cambios, que está siendo sistemáticamente apropiada por las fuerzas de la derecha, incluso de manera explícita.
El debate sobre el cincuentenario del golpe de Estado ha reabierto la pregunta por la autocrítica de la izquierda, pero este asunto olvida que ese proceso ya se ha hecho y de forma sistemática, profusa y analítica. Es un debate que se ha dado desde el mismo año 73 y de una manera que ha abarcado las más diversas aristas, desde lo académico, económico, cultural, pero sobre todo desde los propios actores políticos.
La autocrítica que está pendiente es otra. Urge evaluar la deriva de los progresismos realmente existentes. Se requiere ponderar su evolución política en las décadas recientes, tiempo en que la izquierda ha cambiado velozmente su marco de interpretaciones y ha ido modificando sus significantes respecto de su enfoque tradicional, lo que le ha permitido recuperar fuerza, pero con altos impactos no deseados. El más grave es estar perdiendo la bandera de los cambios, que está siendo sistemáticamente apropiada por las fuerzas de la derecha, incluso de manera explícita.
Ya en el año 1999, Joaquín Lavín movió el tablero con un eslogan que directamente decía “Viva el cambio”. Desde esa fecha, la estrategia de la derecha ha sido identificar a la izquierda con el sector que quiere mantener todo más o menos igual, ya sea por convicción, ya sea por la imposibilidad de impulsar las transformaciones o por un asunto de correlación de fuerzas.
A la vez, la izquierda suele caer en esta trampa y ha actuado en momentos cruciales a partir del miedo al retroceso, reduciendo su programa a la mera advertencia de que con la derecha el país va a ir peor y es necesario defender lo que tenemos. Esto tiene como contraparte la minimización de malestares reales que expresa la población: descrédito de la política, corrupción, pérdida de poder adquisitivo del salario, los efectos de la inseguridad y del narcotráfico en la vida cotidiana, y la falta de certeza respecto de los cambios culturales e intergeneracionales –crisis de la masculinidad, nuevas formas de expresión de los lazos familiares y sexoafectivos, entre otros–.
La estrategia conservadora ha buscado empatizar muy hábilmente con estas emociones populares, proponiendo soluciones cada vez más simplistas e inmediatas a cada una de ellas. Ha desarrollado el argumento de la “cultura de la cancelación” para describir esta falta de sintonía progresista con los malestares de una parte de la ciudadanía que tiene legítimas dudas ante las políticas regulatorias de la izquierda y expresa dificultades para comprender la evolución de las nuevas identidades sexogenéticas y culturales. Han sido muy eficaces para asimilar esta falta de sintonía con una forma de limitación a la libertad de expresión. Lograron que una parte de la población vea en las propuestas de transformación progresista una serie de nuevos dogmas que no entiende y la amenazan.
De esa manera instalaron el temor al progreso, envolviendo en un mismo manto a quienes son sancionados por conductas intolerables, junto a otras personas que simplemente manifiestan sus aprensiones y dudas legítimas sobre las nuevas reglas sociales que se empiezan a desplegar en el espacio público. El argumento de la derecha es que el progresismo cree tener todas las respuestas y no tolera que la gente no las comprenda.
La agenda de la derecha ha logrado apropiarse de causas propias de la izquierda, como el reconocimiento del mérito por sobre la herencia, que convertida en meritocracia se traduce en dejar avanzar a quienes se esfuerzan más y de esa forma acceden a una vida un poco mejor. La demanda por la igualdad la reconstruyen como injusta igualación y las políticas de la afirmación positiva, por sexo o raza, como un atentado a la igualdad de oportunidades. Atacan así las pocas ventanas institucionales abiertas para las mujeres, pueblos indígenas y disidencias.
De igual manera combaten las políticas de protección ambiental o de justicia climática, dividiendo a la población entre su identidad actual, en tanto consumidores o trabajadores de industrias extractivas o contaminantes, y su identidad como ciudadanos responsables de la sostenibilidad de cara al futuro. En esta dicotomía, el presente casi siempre gana y la perspectiva futura es aplacada por el cortoplacismo de la necesidad y la sobrevivencia individual.
La derecha apunta con éxito a la inconsistencia y las contradicciones de la izquierda. Mientras exhibe su abierto desprecio a la salud y la educación públicas, acusa que los progresistas que tanto hablan de su importancia no hacen uso de estos servicios públicos y se inscriben en los servicios privados. Mientras la izquierda pronuncia discursos morales sobre la necesidad de austeridad en los representantes políticos o de condena a la corrupción, la derecha simplemente calla y se dedica a empantanar la escena, escarbando en los casos que lamentablemente también afectan a la izquierda.
La derecha radical ha sido especialmente eficaz en interpelar a las personas que sienten que las otras fuerzas políticas no las están escuchando. Su impacto no se puede explicar solamente por su capacidad de instalar la posverdad mediática. Hay argumentos en su discurso que logran credibilidad, por más retorcidos y cínicos que nos parezcan. Y su principal fuente de legitimidad radica en las contradicciones de los mismos progresismos.
No se puede defender la salud y la educación públicas sin transformarlas y otorgarles presupuesto cuando se gobierna. No se puede pretender ser representante de los excluidos viviendo con lujos y privilegios. Asumir las condicionantes sociales del delito no puede equivaler a dar menos importancia al trabajo que al robo, porque se llega a pensar que la solidaridad es más cruel que el individualismo. No se puede detener a los vendedores de odio sin cuestionar consignas que declaran “que se vayan todos”, porque a la larga esa misma consigna les sirve de combustible a los que saben que ellos nunca se irán porque tienen ganado su lugar, debido a la inercia de los privilegios.
Si la derecha consigue éxitos en estas batallas comunicacionales, no se debe a que los valores defendidos por la izquierda sean injustos o incorrectos, pero las formas de institucionalizar su defensa pueden estar equivocadas. Pueden existir supuestos erróneos y criterios de implementación que crean efectos complejos, como el punitivismo en la acción feminista, el esencialismo estratégico en la demanda antirracista, o formas de populismo ingenuo o insustancial que terminan atrapando a la izquierda en una dificultad, a veces autoimpuesta, de la que cuesta librarse sin resultar con secuelas, como fue el caso de los retiros de fondos de las AFP.
Para avanzar necesitamos revisar críticamente aquellas prácticas que tengan efectos indirectos o cuestionar diagnósticos que damos por sentados, escuchando los malestares reales que están permitiendo que la derecha radical se apropie de los motivos de protesta social. Se trata de interpelar a quienes sienten la insatisfacción y darles una alternativa distinta al populismo de derecha que manipula el odio contra los pobres, pero también distinta a la resignación posibilista que posterga o minimiza el malestar de la sociedad.
Es señal de valentía identificar y reconocer las propias equivocaciones. Pero también es condición de posibilidad para la disputa de los procesos de transformación, de cara a la construcción de la hegemonía que estamos necesitando.
Columna publicada por El Mostrador, septiembre 6 de 2023.
Para El Maipo: Álvaro Ramis, Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC).