¿Es posible, todavía, recordar? ¿Cómo acatar el imperativo de la memoria en una época que se define por la impotencia reflexiva?
Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, el conocido dictum adorniano reza así: “Hitler ha impuesto a los seres humanos en su estado de falta de libertad un nuevo imperativo categórico: reorientar su pensamiento y su acción de tal modo que Auschwitz no se repita, que no vuelva a ocurrir nada semejante”. Theodor W. Adorno habla después de la catástrofe, de la producción industrial de cadáveres: cuerpos condenados a morir sin muerte, en el abismo de la deshumanización. Georges Bataille decreta que la imagen del hombre es, desde entonces, inseparable de las cámaras de gas. Maurice Blanchot afirma que el hombre es el indestructible que puede ser infinitamente destruido. Günter Anders da por inaugurada la “época Hiroshima” en la que, en cualquier momento, cualquier lugar se puede convertir, otra vez, en Hiroshima.
La sentencia adorniana siempre se entendió como un alegato del “nunca más”. Recordar para que no se repita la barbarie, nos dice el filósofo. Pero ¿quién debe recordar? ¿Los supervivientes, los descendientes de las víctimas? ¿Los verdugos? Y, sobre todo, ¿es suficiente el mero recuerdo? ¿Acaso la inflación narrativa de las últimas décadas, en una Europa plagada de museos y monumentos a las víctimas, no se ha convertido en otro de los rostros del olvido? El estallido de memoria, apoyado en las nuevas tecnologías, ¿no ha ido a la par de una escalada de desmemoria? La ingente deriva de significantes históricos que apremian a recordar cual Funes el Memorioso ¿no dispara la necesidad de olvidar? ¿La disponibilidad absoluta de todo no lo acaba convirtiendo en un todo inaccesible? Esta infinita trama discursiva, tanto de víctimas como de verdugos, ¿ha permitido romper con la continuidad opresora, ha evitado la repetición?
¿No se habrá convertido la memoria en un velo que legitima las mismas injusticias hoy presentes?
¿Qué ha podido la memoria frente a Gaza?
La entrega al odio y la tragedia ocupa la escena del presente mientras la aniquilación asoma a nuestras pantallas. El imperativo de la memoria nos estalla en las narices. No es poco sintomático que sea precisamente un Estado que se levanta sobre las cenizas del exterminio quien haya decretado el derrumbe final de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, promulgada para que nunca más se repitiera tal catástrofe. Aquella nación que surgió tras la muerte de millones de personas –y ante la imposibilidad de los supervivientes para volver a sus casas expropiadas, junto a los vecinos asesinos, delatores o cómplices mudos en el mejor de los casos– se ha convertido en el último verdugo. Auschwitz no ha reorientado ni el pensamiento ni la acción para que no ocurra nada semejante en ningún rincón del mundo.
Hoy Gaza, uno de los lugares con más densidad de población del planeta, se encuentra bajo un estado de sitio y los palestinos son víctimas de una limpieza étnica. Los dirigentes del Gobierno de Israel debaten qué hacer con ellos, adónde enviarlos. Son preguntas que se repiten, literalmente siniestras: apuntan a la revelación de lo que está escondido y reprimido, pero no de los demás, sino de uno mismo. En estos días, casualmente, se celebra Pésaj, la pascua judía, que rememora la liberación de la esclavitud sufrida en Egipto. Con símbolos que representan el sentimiento de libertad pero también la conciencia de la opresión, la festividad está ligada en lo más íntimo al recuerdo del dolor y la injusticia sufrida. El precepto bíblico apunta justamente a hacer presente ese pasado: Zakhor.
El “nuevo” imperativo vino a substituir la ley moral kantiana, aquella que no solo alojó en su seno el ascenso del nazismo, sino de la que también se valieron los propios nazis para justificarse, como el propio Eichmann en el juicio que tuvo lugar en Jerusalén en 1962. Es conocido que Hannah Arendt cubrió el proceso para la revista The New Yorker, además de publicar un libro que generó no poca controversia. “Comprender no significa perdonar”, tuvo que defenderse en repetidas ocasiones. En realidad, comprender es todo lo contrario de la incapacidad de pensar, que para la filósofa define la banalidad del mal: la posibilidad siempre presente, para cualquiera de nosotros, de esquivar la reflexión autónoma, de someternos a la mentira que es todo dogma, y de rendirnos a la obediencia impotente. La máxima ilustrada del sapere aude aspira a un bello idealismo racionalista, pero quizá ignora la violencia estructural que atraviesa el Estado moderno de Hobbes a Trump, la intrincada filiación entre capitalismo, guerra y desarrollo técnico, con o sin democracia. En el jardín de senderos que se bifurcan, a veces somos víctimas y otras verdugos, pero la explotación se mantiene en el centro de la política.
¿Es posible, todavía, recordar? ¿Cómo acatar el imperativo de la memoria en una época que se define por la impotencia reflexiva, por la “podredumbre mental” (brain rot), según el término que el Oxford Dictionary eligió para definir el reciente 2024? La guerra se nos resbala entre los dedos mientras se desvanece en un timeline, nos llegan noticias constantes, en lenguas y formatos diversos, las notificaciones infinitas nos capturan a cada segundo, pero somos incapaces de comprender y menos aún de actuar. Saturados de presente, hemos perdido todo vínculo con el pasado, con sus luchas y exigencias y saberes.
Europa, mientras tanto, se encamina con entusiasmo hacia el futuro de la próxima guerra. Las campanas de la bolsa repican de alegría ante el furor de los tambores de la industria bélica, a la par que la incertidumbre y el miedo se apropian de la gente. Quizá vivimos ya en una desconexión absoluta con nuestro pasado, una desmemoria que nos lleva a la repetición sintomática de guerras en un continente que hace ochenta años, la edad de cualquier abuela, quedó arrasado por la guerra. Esos setenta millones de muertes son mucho más que una cifra o un acontecimiento en la historia: son parte de nuestra herencia y patrimonio. La tradición también es eso, no únicamente el botín de los vencedores recluido en los museos, inscrito en la topografía de las ciudades, repetido en los esquemas de la industria cultural. La conocida frase de Benjamin, “no hay un solo documento de cultura que no lo sea a su vez de la barbarie”, señala, precisamente, su punto ciego: la violencia.
Paula Kuffer, Doctora en Filosofía. Profesora de Ética y políticas contemporáneas y Pensamiento contemporáneo en la Universidad de Barcelona. Colabora en diferentes proyectos internacionales sobre filosofía de la memoria y ha sido investigadora en Berlín y Buenos Aires. Es comisaria independiente, editora y traductora de autores como Sigmund Freud, Byung-Chul Han, Doris Lessing o Judith Butler.
El Maipo/CTXT.es
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