Jueves, Julio 31, 2025

En torno al apoyo de la Democracia Cristiana a Jeanette Jara. Por Álvaro Ramis Olivos

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Estos días se trata de instalar un alarmismo impostado, fingido y calculado, en torno al apoyo de la Democracia Cristiana a la candidatura de Jeanette Jara. Lo único que revela es la desconexión fundamental entre ciertos observadores y la esencia ideológica del humanismo cristiano. Lejos de ser una traición a sus principios, el respaldo de la DC a políticas que buscan mayor equidad y solidaridad, como las promovidas por Jara, debe interpretarse como la plena coherencia con su trayectoria y pensamiento. Esta doctrina, históricamente crítica con el capitalismo y defensora de la dignidad humana y el bien común por encima de la lógica de mercado, encuentra en la figura de la ministra Jara y sus propuestas un terreno común para avanzar en la reconstrucción del tejido humano, desafiando así la mercantilización de la vida y la profundización de las desigualdades que el humanismo cristiano condena.

El capitalismo contemporáneo tiene una faceta poco explorada: su asombrosa capacidad para desfigurar no solo las economías, sino el alma misma de las sociedades. Por eso la crítica a este sistema debe ir más allá de la redistribución de la riqueza o la explotación material, en la lógica marxista; se debe adentrar en lo que podríamos llamar una devastación antropológica. Hablamos de la erosión sistemática de los lazos humanos, los significados compartidos y los cimientos espirituales y culturales que sostienen nuestra vida en común. Ante este panorama, es urgente reflexionar sobre la incompatibilidad radical entre el capitalismo y el humanismo cristiano. Este último, lejos de ser una reliquia del pasado, es una fuerza social y cultural viva, capaz de ofrecer resistencia y esperanza en medio de un naufragio civilizatorio.

El capitalismo, en su fase actual, hace mucho más que producir bienes y servicios. También fabrica subjetividades, deseos y estilos de vida. Impulsa el antinatalismo bajo el disfraz de liberación individual, mercantiliza los afectos, fomenta la soledad como condición para el consumo y aniquila todo lo que no se subordina a su lógica acumulativa. Es un sistema que  transforma todo deseo en un instinto programado de compra, neutralizando así el poder transformador del amor, la solidaridad y el cuidado.

En este contexto, el humanismo cristiano emerge como una anomalía. Desafía toda lógica mercantil al afirmar la dignidad incondicional de la persona humana, no como una unidad de producción o consumo, sino como portadora de una vocación trascendente. Defiende las familias, no como meras unidades tributarias, sino como el espacio primario de comunión y gratuidad. Sostiene el trabajo como participación en la creación, y no como una simple mercancía transable. Y, por encima de todo, antepone la centralidad del otro —del prójimo, del pobre, del migrante, del descartado— a la lógica del rendimiento y la exclusión.

Por tanto, no podemos seguir sosteniendo —como hacen algunas corrientes que se dicen cristianas— que es posible una armonía entre el Evangelio y el capitalismo. Esa reconciliación es un autoengaño o, peor aún, una traición. El cristianismo primitivo lo comprendió con absoluta claridad: “No se puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24). Si el capitalismo exige la renuncia a la comunidad, al sentido, al tiempo compartido y a la gratuidad, entonces es, estructuralmente, incompatible con un auténtico proyecto humanista cristiano.

Pero esta crítica no debe quedarse en la melancolía. Frente a la devastación capitalista, necesitamos la convergencia de diversas tradiciones políticas que compartan una preocupación común por el ser humano y la vida en comunidad. El humanismo cristiano, el socialismo democrático, el ecologismo y el indudable acervo institucionalista del comunismo chileno pueden —y deben— unirse en una tarea común: reconstruir el tejido humano roto por la lógica del capital.

Esta confluencia no debe temer a las diferencias doctrinales o filosóficas. Lo esencial es el reconocimiento de una amenaza común: una estructura que destruye las familias, la espiritualidad, la naturaleza y la comunidad. La tarea es tan urgente como compleja: se trata de imaginar otra forma de habitar el mundo, de rescatar lo sagrado de la vida frente a la banalidad del consumo, de restituir el valor de la gratuidad frente a la dictadura del cálculo. En resumen, se trata de volver a colocar al ser humano en el centro, no como un ideal abstracto, sino a través de la práctica concreta de la hospitalidad, la justicia y la ternura.

En este desafío, el humanismo cristiano tiene mucho que aportar. Pero solo si renuncia a ser una coartada para un orden injusto y decide ser fermento de una humanidad reconciliada. Porque no se trata de creer en Dios, sino de oponerse con coherencia a todo lo que niega su imagen en cada persona. Y eso, hoy más que nunca, exige poner coto a la lógica implacable de la mercantilización de la humanidad.

Columna publicada por Radio Universidad de Chile el 29 de julio 2025

Por Álvaro Ramis, Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC), colaborador de El Maipo.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial El Maipo

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