Es inaceptable que se construya un relato diseñado para dejar de proteger el entorno natural, impedir la sostenibilidad y desregular las actividades económicas que comprometan la salud y el bienestar de las generaciones presentes y futuras.
Cuando se habla de “permisología”, se hace referencia a algo más que a la gestión de permisos o trámites en materia productiva y comercial. Es una expresión falaz que denigra deliberadamente la regulación en materia ambiental, asimilando la obtención de permisos a un exceso de trámites, papeleo y burocracia.
En julio de este año se espera que pase a la Sala de la Comisión de Economía de la Cámara de Diputadas y Diputados un proyecto del Gobierno que busca reducir en un 30% los tiempos totales de tramitación de proyectos de inversión. Se propone reemplazar ciertos permisos por declaraciones juradas en proyectos que evidencien bajo riesgo. También se habla de la instalación de una ventanilla única digital para la solicitud de permisos, donde se puede dar seguimiento al estado del proceso.
Hasta ese punto, todo se observa sensato. Combatir el burocratismo, la sobrerregulación absurda, el anacronismo en los procedimientos administrativos y la falta de agilidad en la gestión pública debe ser una prioridad. Sin embargo, el tono del debate no se detiene allí. Lamentablemente, lo que se trasluce en ciertos discursos parlamentarios y empresariales es un cuestionamiento a los fundamentos de la regulación en materia productiva y medioambiental, que se basan en principios y objetivos que buscan equilibrar el desarrollo económico con la protección social y del medio ambiente.
Tras estos principios, lo que buscan es alcanzar un desarrollo sostenible, entendido como un proceso que permite satisfacer las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las futuras generaciones para satisfacer sus propias necesidades. Esto no es viable sin el recurso a esta criticada “permisología”, que aporta consideraciones en la planificación y ejecución de actividades productivas.
Regular y proteger es un mandato irrenunciable del Estado, basado en criterios que ya están sancionados en estándares internacionales. El más importante es el Principio de Precaución, que establece que, en caso de amenazas de daño grave o irreversible al medio ambiente, la falta de certeza científica total no puede utilizarse como argumento para posponer medidas eficaces para prevenir la degradación ambiental. Este principio es fundamental en la legislación ambiental y se puede resumir en la máxima que proclama “ante la duda, abstente”.
Junto a lo anterior opera el Principio de Prevención, que busca evitar la contaminación y la degradación ambiental antes de que ocurran. Las regulaciones ambientales deben aplicar este principio, estableciendo límites y controles sobre emisiones, vertidos y otros impactos ambientales de las actividades productivas.
En la misma línea opera el criterio de Responsabilidad del Contaminador, que asume que “quien contamina, paga”. Este principio afirma que quienes causan daños al medio ambiente deben asumir los costos asociados con la prevención, mitigación y reparación de dichos daños. Esto incentiva a las empresas a adoptar prácticas más sostenibles y menos contaminantes.
La aplicación de estos estándares demanda la Participación Ciudadana en los procesos de toma de decisiones ambientales. Esto opera a través de consultas públicas, acceso a la información y otros mecanismos que aseguran que las voces de diferentes actores sean consideradas en la formulación de políticas y regulaciones.
Todo lo anterior permite implementar los procesos de Evaluación de Impacto Ambiental (EIA). Se trata de las herramientas clave, que evalúan los posibles impactos ambientales de proyectos antes de su aprobación y ejecución. Se consideran efectos directos e indirectos, acumulativos y sinérgicos, y son fundamentales para la toma de decisiones informadas.
Lo que el país demanda es una mejor legislación que haga operativa y eficaz la regulación ambiental. Si nuestro cuerpo jurídico, a través de leyes, decretos, normas y reglamentos no operacionaliza eficazmente los estándares y procedimientos que deben regular las actividades productivas, hay que mejorarlos. Eso incluye los límites de emisiones, requisitos de permisos y licencias, y estándares de calidad ambiental. Pero la agenda legislativa no puede retroceder con la excusa de que la actual normativa incentiva comportamientos ambientales positivos y desincentiva prácticas perjudiciales.
No es posible pensar que la regulación ambiental no contemple efectos económicos, proporcionando incentivos financieros para la sostenibilidad. Sin ello no será posible fomentar el uso de tecnologías limpias y la innovación en procesos productivos limpios, la adopción de tecnologías que minimicen los impactos ambientales y mejoren la eficiencia de los recursos. La transición energética y climática tiene un costo que debe internalizarse en la generación de los nuevos proyectos.
Por eso deberíamos apoyar todo lo que perfeccione nuestra “permisología” en materia productiva y medioambiental. Pero es inaceptable que se construya un relato diseñado para dejar de proteger el entorno natural, impedir la sostenibilidad y desregular las actividades económicas que comprometan la salud y el bienestar de las generaciones presentes y futuras. Debemos defender los principios y herramientas esenciales para lograr un equilibrio entre el desarrollo económico y la conservación del medio ambiente. En ello se nos juega la vida, literalmente, sin metáforas ni comparaciones.
Columna publicada por EL Mostrador el 14 de junio de 2024.
Para El Maipo: Álvaro Ramis, Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC), colaborador de El Maipo.
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