Lo que ocurrió en el Debate Anatel no fue un lapsus, ni un error inocente, ni un mal cálculo bajo presión. Fue algo peor: un acto de profunda desprolijidad profesional, amplificado en horario estelar, que expuso —sin matices— los riesgos de un periodismo que prefiere el golpe de efecto antes que la simple obligación de verificar.
Constanza Santa María, consolidada durante décadas como rostro de noticias, decidió llevar al debate una acusación basada en datos errados, presentados con la seguridad de quien cree estar revelando una verdad incómoda. Pero lo que terminó evidenciando fue otra cosa: un sesgo manifiesto y una preocupante ligereza para instalar una narrativa que no sólo era inexacta, sino que además tendía —de manera demasiado conveniente— a desacreditar a una candidata en vivo, frente a millones de personas.
La periodista afirmó que Jeannette Jara habría pagado una deuda por circular sin TAG recién en noviembre de este año, seis años después de la infracción. El supuesto “dato” no resistió ni cinco minutos de contraste: la propia candidata exhibió el certificado oficial que acredita que esa deuda fue pagada en 2020.
Es decir, no había noticia.
No había irregularidad.
No había nada.
Lo único que hubo fue una pregunta diseñada para instalar una sombra de duda, sostenida por información falsa, carente de rigor y presentada como si fuera un hallazgo incuestionable. Una operación tan torpe que, de no haber ocurrido en un debate presidencial, podría confundirse con el guion de un sketch.
Jara no dejó pasar el ataque: lo llamó lo que era —“una gran fake news”— y obligó, en tiempo real, a desmontar la operación informativa frente a las cámaras. Lo grave es que esa operación se había construido con la displicencia de quien cree que el micrófono otorga impunidad.
Porque esto no se trató solo de un error de fechas. Fue el síntoma de un periodismo que, en lugar de elevar el nivel del debate democrático, se permite operar con rumores, alimentar prejuicios y convertir información incompleta en munición política.
La multiplicación del dato falso en redes y medios —impulsada por la autoridad simbólica de quien lo emitió— demuestra lo peligrosas que son estas prácticas. La pregunta de Santa María no solo desinformó: fabricó un clima de sospecha, moldeó conversaciones públicas y contribuyó a instalar una imagen distorsionada de una candidata, todo basado en una afirmación que nunca debió haber sido pronunciada.
No sorprende que voces como la del actor Alfredo Castro hayan denunciado la actuación de la periodista como clasista, sesgada y precariamente fundamentada, exigiendo disculpas públicas. Lo que sí sorprende es que alguien con la trayectoria de Santa María no haya tenido la mínima prudencia de revisar dos veces —o siquiera una— lo que estaba a punto de afirmar frente al país.
Quien pregunte en un debate presidencial tiene una responsabilidad elemental: no manipular, no inducir, no operar, no reproducir falsedades. Pero esa responsabilidad parece haberse diluido en la carrera por obtener un momento televisivo memorable, aunque fuera a costa de la verdad.
El episodio del Tag de Santa María no es una anécdota. Es un recordatorio incómodo de hasta qué punto el periodismo puede fallar —y fallar feo— cuando deja de lado el rigor y se deja arrastrar por la tentación del impacto fácil.
Si queremos debates de calidad, necesitamos periodistas que respeten la información tanto como exigen respeto para su oficio. Y eso empieza por un principio básico, casi infantil en su simpleza:
verificar antes de hablar.
Para El Maipo, Álvaro Ramis, Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.
Nota: El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de sus autores, y no refleja necesariamente la línea editorial El Maipo.



