Viernes, Noviembre 14, 2025

El pánico moral en tiempos electorales: miedo, migración y la política del orden en Chile. Por Álvaro Ramis Olivos

Compartir:

Chile llega a la primera vuelta presidencial de 2025 atravesado por una profunda paradoja. Aunque conserva uno de los índices de criminalidad más bajos de América Latina —6 homicidios por cada 100.000 habitantes, muy por debajo de México o Colombia— es, según encuestas recientes de Ipsos y Gallup, uno de los países más atemorizados del mundo. Casi dos de cada tres chilenos (63%) mencionan el crimen y la violencia como sus principales preocupaciones, un nivel de ansiedad mayor que en países donde el peligro es objetivamente más alto.

El fenómeno no es nuevo ni exclusivamente chileno. La sociología británica lleva más de medio siglo reflexionando sobre lo que Stanley Cohen (1972) llamó “pánico moral”: un proceso en que los medios, las élites políticas y ciertos sectores sociales amplifican una amenaza percibida —real o imaginaria— hasta convertirla en una crisis colectiva que demanda control, castigo y orden. En su clásico estudio Folk Devils and Moral Panics, Cohen mostró cómo los disturbios juveniles en la Inglaterra de los años 60 fueron elevados a una categoría de “amenaza nacional”, legitimando políticas policiales punitivas y un endurecimiento del discurso público.

En Chile, algo similar ocurre hoy con el miedo al delito y a la migración. Las cifras objetivas no justifican el nivel de alarma, pero el discurso político y mediático ha construido un relato donde el país aparece “al borde del colapso”, “capturado por el narcotráfico” o “convertido en un Estado fallido”. En este clima emocional, los problemas de seguridad se transforman en símbolos morales: delimitan quién pertenece a la comunidad nacional y quién debe ser excluido o vigilado.

El reciente reportaje de BBC Mundo (2025) recoge con claridad este fenómeno. Daniel Johnson, director ejecutivo de la Fundación Paz Ciudadana, lo describe con precisión: “Chile es un país extremadamente atemorizado. Tenemos los índices más altos de temor a ser víctimas de delitos del mundo, pese a no tener los niveles de crimen más altos.” Las percepciones no responden tanto a la experiencia directa del delito como a un sentimiento de vulnerabilidad generalizada, alimentado por la desconfianza institucional y por un discurso público que asocia migración, pobreza y violencia.

El sociólogo británico Stuart Hall ya advertía que los pánicos morales son, ante todo, disputas por la hegemonía cultural. En su estudio sobre la “crisis de la ley y el orden” en el Reino Unido (Policing the Crisis, 1978), Hall mostraba que los medios no inventan los problemas, pero los enmarcan de manera funcional a determinados proyectos políticos. Al convertir el delito en el eje del debate público, desplazaban la atención desde las causas estructurales —desigualdad, precariedad, exclusión juvenil— hacia soluciones represivas y autoritarias.

Chile reproduce ese mismo guion. Durante la campaña electoral, la seguridad se ha convertido en el eje transversal de todos los discursos, pero con significados distintos. Mientras las fuerzas progresistas han intentado integrar la seguridad con políticas sociales y prevención comunitaria, la derecha radical, encabezada por José Antonio Kast, ha hecho del miedo su principal combustible. En su discurso de cierre, Kast declaró que su candidatura surge “contra todo y contra todos”, reivindicando un proyecto antisistémico y destructivo que promete restaurar el orden por la fuerza.

Este lenguaje del enfrentamiento total es una expresión clásica del pánico moral. Como explica Angela McRobbie (1994), los pánicos morales no solo exageran una amenaza, sino que producen una identidad colectiva basada en el miedo al “otro”: el delincuente, el extranjero, el joven marginal. En el caso chileno, la figura del migrante ha ocupado ese lugar simbólico. Aunque la mayoría de los migrantes viven en condiciones precarias y son más víctimas que victimarios, la narrativa pública los asocia crecientemente con el crimen organizado, el narcotráfico o la inseguridad urbana.

El propio Johnson advierte en la BBC que, si bien “algunos extranjeros se han vinculado con tipologías delictuales específicas”, eso no explica el temor generalizado. La magnitud del miedo se debe más bien a la transformación mediática del delito: el aumento de cobertura sensacionalista, el uso de imágenes violentas en horario estelar y la lógica de las redes sociales que amplifican cada incidente como una amenaza sistémica.

Esta dinámica tiene consecuencias políticas profundas. La sociología de la comunicación ha mostrado que los pánicos morales tienden a legitimar políticas autoritarias y regresivas. Según David Garland (2001), el populismo penal contemporáneo se alimenta del miedo ciudadano para justificar medidas que restringen derechos, aumentan la represión y fortalecen el control estatal sobre los sectores populares. En Chile, ese discurso ha desplazado el debate sobre desarrollo, equidad o democracia hacia una obsesión securitaria que redefine el campo político en torno a la dicotomía “orden o caos”.

El resultado es una sociedad atrapada en un círculo vicioso: más temor, más control, menos confianza, como señala el propio estudio de Paz Ciudadana. La desconfianza en las instituciones debilita la denuncia, reduce la eficacia del sistema judicial y refuerza la percepción de abandono. La política, en lugar de ofrecer soluciones complejas y de largo plazo —prevención, reinserción, coordinación interinstitucional—, se ve tentada por respuestas inmediatas y punitivas, las únicas que generan rédito electoral rápido.

Frente a este escenario, el desafío democrático es no ceder al chantaje del miedo. Sería un profundo error que la izquierda y el centro progresista abandonaran el tema de la seguridad a la derecha. El miedo al delito afecta sobre todo a los sectores más vulnerables, los mismos que sufren la precariedad laboral, la segregación urbana y la ausencia estatal. Integrar la seguridad a un proyecto de justicia social no es una concesión al autoritarismo, sino una forma de reconstruir confianza cívica y legitimidad democrática.

La tarea es recuperar la capacidad del Estado de proteger sin criminalizar, de prevenir sin excluir y de sancionar sin destruir el tejido social. Ello requiere políticas sostenidas de fortalecimiento policial y judicial, pero también inversión en educación, urbanismo, empleo juvenil y participación comunitaria. La evidencia internacional muestra que la cohesión social es el mejor antídoto contra el delito y el miedo.

El pánico moral, decía Cohen, siempre termina disipándose. Pero sus efectos institucionales pueden perdurar por décadas si no se enfrenta con racionalidad y política. En este momento decisivo, Chile necesita líderes que comprendan que el miedo no puede ser el fundamento del orden. La seguridad no se construye con muros ni discursos de odio, sino con confianza, justicia y comunidad.

Para El Maipo, Álvaro Ramis, Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.

spot_img

Lo más leido

Más Noticias

Punta Peuco deja de ser VIP: ¿Y Capitán Yáber cuándo? Por Constanza Schaub

Chile celebra el fin de una cárcel VIP, pero mantiene intacta otra: la boutique penal donde descansan los...

Dos sitios en Chile reconocidos como Sistemas Importantes del Patrimonio Agrícola Mundial

(Roma) Dos sistemas agrícolas tradicionales arraigados en los conocimientos y prácticas ancestrales de los pueblos indígenas de las tierras...

México impulsa producción de maíz nativo con plan nacional

(Ciudad de México) El Plan Nacional de Maíz Nativo promovido por el Gobierno busca impulsar hoy la conservación,...

Moscú espera que EEUU evite medidas que “puedan desestabilizar la situación” en el Caribe

Rusia espera que Estados Unidos no emprenda acciones que puedan conducir a la desestabilización de la situación en...