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Viernes, Octubre 4, 2024

El fascismo antiwoke. Por Álvaro Ramis Olivos

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Desde las trincheras utilizan estratégicamente la “cultura de la cancelación”, de la que tanto se quejan, para recubrir con la retórica de la libertad de expresión lo que cabría entender como un “derecho a ofender”. Lo hacen para proteger el lenguaje racista y discriminatorio.

A inicios de los años 90 la extrema derecha, autoritaria o filofascista, ocupaba un espacio marginal en la mayoría de los países occidentales. La ola democrática de fines de los 80 inauguró un breve período, relativamente optimista, en que se pensó que una izquierda de fuertes convicciones democráticas podría convivir con una centroderecha de inspiración liberal-conservadora, capaz de llegar a acuerdos de corto y largo plazo.

Desde ese momento, sin embargo, hemos visto un regreso gradual pero consistente de opiniones, discursos y agendas políticas de derecha radical, autoritaria y violenta en todo el mundo. Gradualmente este sector se ha convertido en un actor fuerte, poderoso y envalentonado, naturalizando ideas y puntos de vista que hasta finales del siglo XX se consideraban depravados y moralmente repudiables. Lo políticamente repugnante hoy se puede publicar sin problemas, llamando públicamente a exterminar inmigrantes haitianos, publicando el libro del funcionario policial que dejó ciego a Gustavo Gatica o boicoteando el Censo por medio de las más desquiciadas teorías de la conspiración.

El objetivo ha sido instalar un nuevo sentido común, que reconfigure las políticas públicas. Al inicio solo se trataba de radicalizar las políticas antimigración y atacar la independencia del Poder Judicial acusando garantismo excesivo, pero luego han avanzado a socavar y deslegitimar los procesos democráticos, instalando la desconfianza en las elecciones, instigando la restricción de la libertad de expresión y –sobre todo– criminalizando el derecho a la protesta ciudadana.

En este juego han asumido un rol agresivo en una guerra de posiciones gramsciana, cavando trincheras para un combate de largo plazo, cuyo objetivo es la normalización de todo tipo de ideologías reaccionarias, racistas y fascistas. En esa guerra cultural está ocupando un papel central la retórica “antiwoke“, que busca deconstruir los avances logrados en estas décadas mediante los movimientos por la justicia social, el antirracismo, el antisexismo y los derechos pro-LGBTQ.

El discurso “antiwoke” opera por medio de nociones de metapolítica, que buscan asociar la agenda pro-derechos a posiciones políticas desviadas y extremas. Engloba en un significante vacío todos los fantasmas que persiguen a su conciencia. Su objetivo es anormalizar, desplazar y neutralizar, de manera estratégica y persistente, tanto a las personas como a las instituciones que se opongan a sus agendas políticas reaccionarias.

La caricatura de los woke deviene en cualquier apelación a la justicia y reparación histórica, por más evidente y necesaria que sea. Malcom X ya describió las estrategias de este juego perverso al decir: “Hace cuatrocientos años que el blanco clavó en la espalda del negro un cuchillo de treinta centímetros de largo y ahora que lo ha retirado apenas tres centímetros supone que el negro debe agradecérselo”.

Para eso la clave discursiva “antiwoke” funciona en la distinción schmittiana entre amigo y enemigo, buscando la destrucción del subalterno, del migrante, de las feministas, pero sobre todo de quienes se pongan del lado de las víctimas de las distintas violencias sistémicas. Cualquier desafío a los puntos de vista racistas, sexistas y anti-LGBTQ basta para provocar los discursos de odio neofascistas, instalados como baterías móviles en la nueva “guerra de posiciones”.

El segundo método “antiwoke” son las teorías de la desviación y los pánicos morales. Toda protesta y crítica social pasa a ubicarse en la puerta al infierno, atizada en los medios de comunicación de forma ultraexagerada y estereotipada. El método es hipertrofiar la cobertura a una controversia social o cultural legítima, exacerbando las reacciones conservadoras hasta crear un clima de histeria colectiva, mediante la denostación caricaturesca de los discursos críticos, dando a todo eso una apariencia espontánea. El punto de llegada es la construcción del terror masivo que bloquee las conexiones entre el derecho a la libertad de expresión, el derecho de reunión y el derecho a la protesta, hasta extinguir su ejercicio.

Finalmente, se observa que la apropiación del discurso de la guerra cultural por parte de la derecha radical combina una aplicación muy secuencial del análisis retórico del discurso político, el enfoque histórico y el análisis conceptual. Retórica, historia y administración de conceptos que se articula para mover, pieza a pieza, las evidencias y categorías que consideran peligrosas. Así es como se embarcan en las fantasías del negacionismo histórico o en las aventuras jurídicas para proscribir la educación no sexista o la interculturalidad en las universidades. Se condenan palabras, se niegan los hechos, se persiguen las ideas que les recuerdan sus crímenes o les remueven sus inseguridades.

Desde las trincheras utilizan estratégicamente la “cultura de la cancelación”, de la que tanto se quejan, para recubrir con la retórica de la libertad de expresión lo que cabría entender como un “derecho a ofender”. Lo hacen para proteger el lenguaje racista y discriminatorio y para posicionar esas acciones como opiniones válidas, dignas de un debate democrático.

Un análisis de la retórica “antiwoke” demuestra que este discurso se moviliza en varios “campos de acción”, incluidas la comunicación masiva, la movilización del programa de los partidos políticos afines, la segmentación polarizadora de la opinión pública, la propaganda negra y, fundamentalmente, una agenda legislativa orientada a perseguir frontalmente a sus adversarios ideológicos.

Basta analizar la agenda del gobernador de Florida Ron DeSantis, líder de las cruzadas “antiwoke” en EE.UU., centradas en la eliminación de los programas de diversidad racial en universidades públicas, e impulsor de las leyes “No digas gay”, que censuran las bibliotecas escolares, impiden tratar de asuntos relacionados con la identidad de género y la orientación sexual en las escuelas. Su pulsión represora ha llegado al intento de censura de la empresa Disney por no acatar su pauta “antiwoke”.

Esto demuestra que se trata de una estrategia peligrosa e ilegítima, porque busca anormalizar las luchas por la justicia social, masificándose por medio de episodios de producción de pánicos morales, lo que tiene graves consecuencias para la democracia y la cohesión social. Es inexplicable que actores que se precian de progresistas y liberales intenten utilizar este recurso discursivo con el único afán de encauzar su encono contra el actual Gobierno y los partidos que representa. Lo único que demuestran es su completo extravío político y su evidente pobreza argumental.

Columna publicada por El Mostrador el 3 de abril de 2024.

Para El Maipo: Álvaro Ramis, Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC), colaborador de El Maipo.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial El Maipo.

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