La reciente entrega de resultados de las empresas del IPSA dejó en evidencia una realidad que contrasta con buena parte del discurso dominante del gran empresariado chileno: el 77% de las compañías del principal índice bursátil del país mejoraron sus resultados en 2025, acumulando casi US$ 10.000 millones en utilidades durante los primeros nueve meses del año. Los ingresos del conjunto crecieron 2,79% y, a pesar de un tercer trimestre con presiones transitorias de costos, la tendencia general es indiscutiblemente sólida.
Esto no ocurre en el vacío. Es el efecto directo de una conducción económica responsable, que en cuatro años logró contener la inflación, estabilizar las cuentas fiscales, recuperar la credibilidad de la política monetaria y mantener un nivel de actividad que permitió la recuperación de múltiples sectores. El transporte aéreo, la banca, el retail, la minería y varias industrias de servicios no solo se estabilizaron: volvieron a crecer y a registrar márgenes de utilidad significativos.
La política económica del actual gobierno —cuidadosa en el gasto, rigurosa en el control inflacionario y sensata en su manejo fiscal— funcionó. Funcionó para las familias, que dejaron atrás el deterioro del poder adquisitivo; funcionó para el país, que recuperó certidumbre; y funcionó muy especialmente para las empresas, que hoy exhiben balances más robustos que hace cuatro años.
Sin embargo, en el plano político se observa una disonancia difícil de ignorar. Una parte considerable del sector privado ha optado por alinearse abiertamente con la candidatura de extrema derecha, la misma que construye su relato en torno a un supuesto colapso económico, estancamiento generalizado y decadencia institucional. La distancia entre ese relato y los datos objetivos es tan grande que ya no puede explicarse solo por diferencias ideológicas.
Lo que se revela es un fenómeno más profundo: un empresariado que parece incapaz de reconocer prosperidad cuando no proviene del proyecto político que prefiere. Aunque los indicadores macroeconómicos se han estabilizado, aunque la inflación se redujo, aunque las utilidades son elevadas y aunque las condiciones de inversión se han afirmado, persiste un tono de inconformidad estructural, alimentado por una demanda constante de mayor poder político y menor regulación, más que por necesidades económicas reales.
Este comportamiento es problemático. Porque un sector privado que proclama la necesidad de estabilidad, pero apuesta por opciones que históricamente han generado incertidumbre y polarización, sabotea sus propias condiciones de éxito. Y porque un país que ha logrado consolidar un ciclo de crecimiento y control inflacionario —tras años globalmente difíciles— necesita continuidad y racionalidad, no un volantazo hacia proyectos que prometen retrocesos en nombre de una supuesta libertad económica que nunca ha demostrado capacidad de generar estabilidad.
La evidencia económica de estos cuatro años muestra que la administración actual no solo fue prudente: fue eficaz. Y los números del IPSA lo confirman con creces. La paradoja es que los principales beneficiados parecen ser los menos dispuestos a reconocerlo.
La pregunta entonces no es por qué la economía chilena está estable —las cifras lo explican— sino por qué un sector empresarial que se ha beneficiado tan claramente de esta gestión prefiere promover un diagnóstico de crisis y apoyar un proyecto político que podría poner en riesgo esas mismas condiciones favorables.
En algún punto, las cifras deberán pesar más que los prejuicios. Ojalá sea antes de que el país pague el costo de esa desconexión.
Para El Maipo, Álvaro Ramis, Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.
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