La izquierda no puede sobrevivir ni crecer si solo busca contener a la derecha. Debe volver a proponer, entusiasmar y construir. Recuperar la imaginación política no es un lujo, es una necesidad.
Temo que la unidad no nos salvará de la derecha radical. En el mejor de los casos, ralentizará su avance, mientras nos encierra en un círculo moral asfixiante, donde el disenso se convierte en amenaza y la creatividad política es subordinada al imperativo del mal menor.[1]
Chile ya ha transitado ese camino. La Concertación, en su momento, levantó la bandera de la unidad como la única vía posible para superar la dictadura. Y en parte lo fue. Pero esa unidad se transformó con los años en un acuerdo tácito para no tocar los pilares del modelo neoliberal. El costo fue alto: despolitización, desafección y una ciudadanía cada vez más distante de sus representantes.
La Nueva Mayoría intentó corregir ese rumbo, pero terminó atrapada en la misma lógica: alianzas amplias que no se atrevieron a confrontar al poder económico ni a abrir cauces reales de participación popular. El resultado fue una acumulación de frustración que estalló en octubre de 2019.
El estallido social fue una ruptura, no solo con el modelo, sino también con esa idea de unidad entendida como consenso elitario y negociación sin transformación. Fue un llamado a imaginar otra política, nacida desde abajo, desde la rabia, pero también desde la esperanza.
Sin embargo, tras el estallido, los intentos de canalización institucional —el Acuerdo por la Paz, el proceso constituyente— terminaron desactivando la potencia de esa revuelta. La política volvió a cerrarse sobre sí misma, y el miedo volvió a ser el motor de las decisiones: miedo a la derecha, al caos, a lo desconocido.
Hoy, con elecciones presidenciales y parlamentarias fijadas para noviembre de 2025, y con las primarias del oficialismo programadas para junio, el debate sobre la unidad se vuelve ineludible. Lo decisivo —más allá del resultado de esas primarias— será lo que se haga después: que esa unidad no sea solo un acuerdo electoral, sino una apuesta política que enfrente el modelo y convoque a las mayorías desde un horizonte transformador.
Esa unidad debe articular a los múltiples actores sociales que han sido protagonistas de la historia reciente de Chile: la juventud que exige futuro y justicia, las mujeres que reclaman igualdad y respeto, las disidencias que desafían las normas excluyentes, los adultos mayores que buscan dignidad y reconocimiento. Pero también debe ser capaz de integrar a los territorios, con sus actores locales, comunidades y realidades regionales diversas, que enfrentan desafíos particulares en un país excesivamente centralizado. Esta diversidad territorial pone a prueba cualquier proyecto de unidad, pues exige construir un diálogo que reconozca las múltiples identidades y problemas, y que se traduzca en políticas concretas desde y para esos espacios.
Construir desde esa diversidad, social y territorial, reconociendo demandas y energías, es la única forma de fortalecer una plataforma de lucha auténtica y legítima.
Ante una derecha radicalizada, articulada y en ascenso, la fragmentación del campo progresista puede resultar suicida. Pero la pregunta no es solo si debemos unirnos, sino para qué y en qué condiciones.
Es tiempo de dejar de pensar la unidad como refugio. Debemos construirla como plataforma de lucha, como articulación de proyectos múltiples pero dispuestos a confrontar el modelo y no simplemente a gestionarlo. Solo una política que se atreva a imaginar lo impensado estará a la altura del desafío.
La unidad puede ser una herramienta, no un fin. Es necesaria cuando permite construir mayorías activas, cuando se orienta a defender derechos conquistados, cuando articula fuerzas diversas en torno a un proyecto común y transformador. Pero no sirve —y puede ser incluso contraproducente— cuando se convierte en una trampa para reproducir lo mismo que nos ha traído hasta aquí.
La unidad no debe ser una imposición moral ni una estrategia de control. Debe ser una forma de organización consciente, capaz de sostener el conflicto interno como parte de la vida democrática, y de generar un horizonte de cambio real que convoque a las mayorías no desde el miedo, sino desde el deseo.
La izquierda no puede sobrevivir ni crecer si su única oferta es contener a la derecha. Necesita volver a proponer, a entusiasmar, a construir. Recuperar la imaginación política no es un lujo: es una necesidad.
Porque si no somos capaces de hacerlo, volverá a suceder lo mismo: la esperanza popular convertida en decepción, la movilización en desencanto, y la posibilidad de transformación en una nueva victoria del orden que dijimos querer cambiar.
Chile necesita una nueva política.
Y esa nueva política está al alcance si somos capaces de confiar en la fuerza de nuestras comunidades, en la riqueza de nuestra diversidad social y territorial, y en la capacidad de reinventar colectivamente un futuro que hasta ahora solo hemos osado imaginar. La unidad no será fácil ni libre de tensiones, pero es el camino imprescindible para abrir espacios de justicia, dignidad y bienestar para todas y todos.
El desafío está en nuestras manos. La historia nos observa y, esta vez, no podemos permitirnos fallar.
Columna publicada por Le Monde Diplomatique el 2 de juniode 2025.
Por Rossana Carrasco Meza. Cientista Política PUC; Magister en Gestión y Desarrollo Regional y Local de la Universidad de Chile.
Nota: EL contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de sus autores, y no refleja necesariamente la línea editorial de El Maipo