Solemos pensar el poder como si siempre tuviera rostro: un gobierno, un empresario, un partido. Sin embargo, una de las claves para entender nuestra vida económica y política contemporánea es reconocer que el poder más eficaz es precisamente el que no se presenta como tal. Es lo que Marx denominó, en el Volumen I de El Capital, la “muda compulsión de las relaciones económicas”: una forma de dominación que no ordena ni amenaza, pero que aun así obliga.
Esta idea resulta particularmente útil para pensar el momento que vive el Chile actual. Aquí no hace falta que alguien nos diga explícitamente qué hacer para que actuemos de determinada manera. La estructura económica lo hace por nosotros. Trabajamos más horas de las que quisiéramos, aceptamos empleos , nos endeudamos para vivir o para enfermarnos, no porque alguien nos lo imponga con un decreto, sino porque las condiciones materiales hacen que no hacerlo sea inviable.
La tesis central de Marx es que el capitalismo ejerce su poder no solo a través de la explotación directa entre capital y trabajo, sino mediante un poder económico impersonal que organiza el entorno social. No es solo que el empleador tenga poder sobre el trabajador; es que ambos están sometidos a imperativos abstractos —competitividad, rentabilidad, crecimiento— que se imponen como si fueran leyes naturales. En Chile, esta lógica atraviesa desde la gran empresa hasta el emprendimiento más pequeño.
Un ejemplo evidente es el mercado laboral. La mayoría de las personas no vende su fuerza de trabajo porque crea libremente en el empleo asalariado, sino porque no tiene acceso directo a los medios de vida. La “libertad de elegir” entre trabajos suele ser, en la práctica, la libertad de elegir entre distintas formas de precariedad. Esta es la dominación vertical de la que habla Marx: la dependencia estructural que obliga a aceptar condiciones que, en otro contexto, serían rechazadas.
Pero el poder del capital no se agota ahí. Existe también una dominación horizontal, menos visible pero igualmente efectiva. Los trabajadores compiten entre sí por empleos escasos; las pymes compiten con grandes cadenas; las universidades compiten por matrículas; los hospitales por recursos; incluso los municipios por inversión. Nadie ordena esta competencia, pero todos están obligados a participar en ella si quieren sobrevivir. En Chile, esta lógica ha penetrado tan profundamente que se confunde con sentido común.
Esta “muda compulsión” ayuda a entender por qué políticas que empobrecen al Estado se presentan como inevitables. Cuando Kast anuncia una reducción de la recaudación fiscal en nombre de la inversión y luego se recorta el gasto social, no siempre hay un villano explícito. El argumento es que “no hay alternativa”, que el mercado castiga, que el capital se va, que el país pierde competitividad. El poder actúa entonces no como imposición política, sino como chantaje estructural.
Lo que nos recuerdan las tesis de Marx es que este poder no domina solo a los sectores populares. También somete a las élites económicas y políticas, aunque de manera distinta. El empresario que quisiera pagar mejores salarios o invertir a largo plazo se enfrenta a la presión de la competencia y de los mercados financieros. El gobernante que quisiera expandir derechos sociales se topa con el “riesgo país” y la amenaza de la fuga de capitales. El capital, como sistema, manda incluso sobre quienes parecen beneficiarse de él.
En Chile, esta lógica se traduce en una democracia limitada por imperativos económicos que nadie votó. Se puede elegir gobierno, pero no se puede elegir libremente el modelo de desarrollo sin enfrentar costos severos. Así, la política queda atrapada en un margen estrecho, y cualquier intento de transformación profunda es rápidamente acusado de “irresponsable” o “ideológico”.
Comprender esta forma de dominación es clave para cualquier proyecto emancipador. Si el poder del capitalismo operara solo mediante coerción o propaganda, bastaría con denunciarlo o ganar elecciones. Pero cuando actúa silenciosamente, estructurando las condiciones mismas de la vida social, la tarea es más compleja. No se trata solo de cambiar leyes, sino de imaginar y construir formas alternativas de reproducción social: otras maneras de producir, distribuir y vivir que reduzcan nuestra dependencia de los imperativos del capital.
Reconocer cómo el capitalismo nos obliga a ceder a su voluntad no implica resignación. Al contrario, es el primer paso para dejar de confundir la necesidad con la naturaleza y la dominación con la normalidad. En Chile, donde la “muda compulsión” ha sido elevada durante décadas a modelo de país, hacer visible este poder silencioso es una condición indispensable para volver a pensar la libertad en serio.
Para El Maipo, Álvaro Ramis, Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.
Nota: El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de sus autores, y no refleja necesariamente la línea editorial El Maipo.



