Durante décadas hemos repetido, casi como consigna escolar, que Chile es un país “largo y angosto”. La frase suena descriptiva, pero es políticamente engañosa. Chile no es largo. Chile es curvo.
Si asumimos que el territorio chileno se extiende desde Arica hasta el Polo Sur, Chile abarca cerca de 72 grados de la curvatura terrestre. No es una exageración retórica: es un arco real sobre la esfera del planeta. Un quinto completo de un meridiano. Gobernar Chile, entonces, no es administrar una línea sobre un mapa, sino mantener unido un arco planetario sometido a tensión permanente.
Los mapas nos han hecho un daño silencioso. Al “enderezar” Chile, nos convencieron de que el país podía organizarse como una superficie homogénea, con políticas nacionales replicables en todo el territorio. Pero en un arco de esa magnitud no hay experiencia común del clima, del tiempo, de la luz ni de la naturaleza. Lo que en el norte es urgencia hídrica, en el sur es exceso; lo que en el centro es normalidad estacional, en el extremo austral es excepción estructural. La desigualdad territorial chilena no es solo económica: es geométrica.
La curvatura explica también nuestra obsesión centralista. Todo arco necesita un punto de control, y Santiago ha cumplido ese rol no solo por razones históricas o políticas, sino porque el país, por su forma, tiende a desarticularse si no se tensa desde un centro. El problema es que esa centralización, necesaria para sostener el arco, termina negando la diferencia radical de sus extremos. Las periferias chilenas no son márgenes comparables: son tramos distintos de la Tierra.
Chile es, además, un país de frontera permanente. No termina en una línea clara, sino que se disuelve en el hielo, en el océano y en la proyección antártica. Esa condición extrema ha moldeado una identidad política construida más desde el límite que desde el centro, más desde la administración de flujos que desde la integración territorial profunda. Somos un país de tránsito, de extracción y de borde, antes que un país de equivalencias regionales.
Quizás por eso nuestros proyectos nacionales suelen fracasar en el largo plazo. Intentan imponer unidad donde lo que existe es gradiente, uniformidad donde hay curvatura. Pensar Chile como arco obliga a otra política: una que no busque igualar lo desigual, sino gobernar la diferencia sin romper la unidad.
Chile no es un país torcido por accidente. Es curvo por condición planetaria. Y mientras sigamos pensándolo como una línea recta, seguiremos diseñando políticas que no alcanzan a cubrir su propio territorio.
Para El Maipo, Álvaro Ramis, Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.
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