Perder una elección no es el fin de un proyecto político. Es, en el mejor de los casos, una batalla perdida dentro de una contienda más larga. La historia —militar y política— enseña que las derrotas no se vuelven irreversibles por el resultado mismo, sino por la incapacidad de leerlas con inteligencia estratégica.
El primer error tras una derrota electoral suele ser confundir honor con terquedad. La política, como la guerra en la formulación clásica de Clausewitz, no premia la inmolación. Insistir en narrativas heroicas, negar el resultado o forzar interpretaciones épicas solo acelera la disolución del capital político restante. Lo urgente, en cambio, es preservar la fuerza: liderazgos, cuadros territoriales, votantes fieles, credibilidad pública. Quien se retira ordenadamente conserva la posibilidad de volver.
El segundo desafío es la moral interna. Nada erosiona más rápido a una coalición derrotada que el ajuste de cuentas inmediato, la caza de culpables o la ilusión de que el problema fue únicamente “la campaña”. Las derrotas electorales rara vez son accidentales: suelen revelar desalineaciones profundas entre discurso, prácticas y sociedad real. Reconocer esto sin dramatismo es una forma de liderazgo, no de debilidad.
Luego viene la tarea más incómoda: el análisis frío. No el relato para redes sociales, sino la autopsia estratégica. ¿Se comprendieron mal las prioridades del electorado? ¿Se habló a un país que ya no existe? ¿Se confundió identidad con mayoría? En política, como en estrategia, explicar la derrota solo por factores externos es una manera elegante de garantizar la siguiente.
Una derrota electoral también obliga a ganar tiempo. No todo se responde al día siguiente ni con el mismo tono del combate. A veces, la mejor decisión es el silencio táctico, la escucha prolongada, la reconstrucción paciente. El calendario democrático ofrece nuevas oportunidades, pero solo a quienes entienden que el tiempo puede ser aliado del que aprende.
Quizás la lección más difícil es aceptar que, tras perder, no se puede seguir peleando la misma elección. Cambiar la forma del conflicto no significa renunciar a los principios, sino revisar los medios. Nuevas alianzas, lenguajes distintos, prioridades revisadas. Persistir sin adaptarse no es coherencia: es obstinación.
Finalmente, toda derrota electoral obliga a reordenar el proyecto. No se trata solo de volver a ganar, sino de preguntarse para qué. La política democrática no es una guerra de exterminio, sino una disputa por sentido, mayoría y legitimidad. Ajustar objetivos a las condiciones reales no es claudicar; es gobernar incluso desde la oposición.
Las fuerzas políticas que sobreviven a una derrota no son las que gritan más fuerte, sino las que resisten con inteligencia. La derrota no define a un proyecto. Lo define la forma en que se levanta, aprende y vuelve a disputar el futuro.
Para El Maipo, Álvaro Ramis, Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.
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