Por mucho tiempo, las categorías políticas clásicas nos ofrecían una comprensión bastante clara de los roles que cada sector cumplía en la vida pública. La izquierda se entendía como una fuerza de cambio, promotora de transformaciones estructurales y de apertura a nuevas realidades sociales. La derecha, en cambio, se concebía como el pilar del orden y la estabilidad, la garante de la continuidad institucional y la defensora de la tradición frente a los vaivenes del reformismo o la agitación popular.
Sin embargo, en el escenario político actual —y en particular en las elecciones presidenciales chilenas de 2025— esta lógica parece haber sufrido una inversión profunda. La derecha ha adoptado un discurso abiertamente disruptivo, que no duda en cuestionar las instituciones, las políticas públicas y los consensos básicos construidos en los últimos veinticinco años. Se autodefine, incluso, como una fuerza “antisistema”, promotora de un “proceso oasis” que, más que abrir un futuro nuevo, busca restaurar un pasado anterior a las conquistas sociales, ambientales, laborales y de género alcanzadas en la democracia reciente.
Esta tendencia no es exclusiva de Chile. En distintos países, desde Estados Unidos hasta Europa del Este, la derecha ha radicalizado su tono y asumido una postura insurgente, que combina el descontento social con una narrativa reaccionaria. Lejos de defender el orden, impulsa una forma de caotización política, erosionando las confianzas en las instituciones, la deliberación democrática y los marcos de regulación colectiva. La paradoja es evidente: quienes antes encarnaban la prudencia hoy se convierten en vectores de incertidumbre.
Mientras tanto, la izquierda chilena ha transitado hacia un rol estabilizador. Lejos de apostar por rupturas súbitas, ha buscado consolidar los cambios ya en marcha, dotándolos de gobernabilidad y continuidad. El actual gobierno de Gabriel Boric ha entendido que la sustentabilidad de las transformaciones sociales depende, precisamente, de fortalecer el tejido institucional, recuperar la confianza ciudadana y garantizar la seguridad y estabilidad social. La izquierda se ha convertido así en una fuerza que asume la responsabilidad de la conducción y de la preservación de los avances conquistados.
Esta inversión de papeles obliga a reflexionar sobre las prioridades del país. Si la derecha radicalizada propone cambios que significan un retroceso hacia el orden neoliberal de los años noventa, y la izquierda propone estabilidad para profundizar transformaciones graduales y sostenibles, la pregunta esencial es cuál de esos caminos interpreta mejor las necesidades de Chile hoy.
El desafío, entonces, no es sólo ideológico, sino civilizatorio: comprender que la estabilidad también puede ser progresista, y que el cambio puede ser regresivo. En tiempos de polarización y crispación, esa distinción resulta crucial para decidir si queremos seguir construyendo sobre lo avanzado o volver a desarmar el edificio democrático que tanto costó levantar.
Por Álvaro Ramis, Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC), colaborador de El Maipo.
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