La moda de esta temporada impone la incorrección política. Ya no se llevan los buenos modales, las maneras adecuadas, los protocolos y el respeto a las normas, tradiciones y convenciones. Milei va a España a insultar a su presidente. Y ni siquiera lo llama para avisarle que está de paso por Madrid. Ecuador invade la embajada de México, y luego ni siquiera se disculpa. Y no entremos en los debates internacionales, por lo que pasa en Ucrania o en Palestina, porque cuando estamos en el campo de batalla ya no hay espacio para sutilezas.
Pero en política interna no estamos muy lejos de esa crispación. A las autoridades del Congreso les cuesta cada vez más regular los insultos y descalificaciones que se arrojan día a día los honorables. Al menos, todavía se aplican algunas multas a quienes se exceden y alguna parlamentaria ha sido desaforada por injuriar a alguna colega. Pero fuera del campo parlamentario la realidad política es mucho más cruda. En las redes sociales y en los debates del formato “Sin Filtro” se nutren de la exageración, la caricatura y la falta de honestidad de los argumentos.
Lo que está pasando es que se han perdido algunas distinciones que serían muy útiles para funcionar en sociedad. Si los jefes de Estado y los partidos dejan de operar bajo los estándares esperados ¿qué queda para la ciudadanía? ¿no es carta blanca para el mal trato, la prepotencia y la violencia que tanto nos preocupa?
La tendencia actual a la desfachatez y el desparpajo es el efecto del desprecio de ciertos sectores a la autocontención y autorregulación de las propias acciones. La clave discursiva siempre es una polaridad excluyente: ellos o nosotros; los de arriba o los de abajo; los de la casa y los de afuera; los que priorizan el presente y los que piensan en el futuro. Se profita electoralmente de la polarización y por eso se exacerba el antagonismo.
Esa conflictividad se traduce en likes, seguidores en las redes sociales y apariciones en las pautas de los medios convencionales. Los algoritmos de los buscadores se revientan ante un insulto lanzado en público y las plataformas de videos se saturan de visualizaciones ante el último choque dialéctico.
El líder de hoy pareciera ser el que acapara mayor atención, aunque sea por lo mal que se hable de él. Tanto los Estados como los actores no estatales (empresas, ONGs, instituciones) parecen sobrepasados por acciones y decisiones de quienes revientan las normas de relacionamiento adecuado.
Podríamos ver un lado positivo de este escenario: hace treinta o más años el problema en Chile no estaba en la violencia verbal o simbólica, sino en formas de violencia real y material, con muertos muy concretos que había que contabilizar cada día. El terrorismo era cosa habitual, ya sea por la mano del Estado como por la mano de organizaciones políticas.
Se podrían dar muchas explicaciones históricas, pero la tarea en ese tiempo era desmontar estrategias de violencia que atravesaban a todos los sectores. Es verdad que ese grado de confrontación hoy es inusual, y algunos aprendizajes se han logrado imponer. Pero no es malo recordar que la violencia verbal antecede a la física y la predispone.
Se suele justificar la violencia discursiva como una defensa de principios. El polarizador político siempre se justifica en la total coherencia entre sus principios proclamados y las acciones que realiza. Pero no suele dar el mismo valor a los efectos perniciosos de sus acciones. Se puede ser coherentemente idiota, sin que eso quite un gramo de coherencia a las propias acciones. Pero polarizar no es un acto ingenuo ni menos estúpido. Es una estrategia muy rentable para quienes desean que no se produzca ninguna convergencia entre un gobierno y la oposición, o entre las fuerzas sociales y económicas que legítimamente defienden intereses particulares.
El sistema político actual premia la fragmentación y nutre esta polarización artificial. Hoy por hoy los partidos luchan más por diferenciarse de sus más cercanos competidores que de sus antagonistas ideológicos. Eso explica la brutalidad de las disputas municipales entre Chile Vamos y Republicanos y entre Socialismo Democrático y el FA/PC. Los votos a sumar no están en la vereda del frente sino en el domicilio del vecino.
En un momento en que se debate sobre posibles reformas políticas para Chile, es necesario incentivar el tránsito desde el antagonismo a la transversalidad. Cuando los parlamentarios “díscolos” tienen las mismas prerrogativas que los disciplinados. O cuando se permite que bancadas completas se desplacen del arco de alianzas por las cuales fueron elegidas. En esas circunstancias lo que se está creando es material para una polarización destructiva.
Existen mecanismos electorales que son probadamente eficaces para promover la cooperación política, antes que la competencia despiadada, al menos entre los sectores que teóricamente comparten algunos principios comunes. Y entre fuerzas opuestas, siempre estará disponible el recurso a lo que Chantal Mouffe ha denominado “agonística política”.
Para esta politóloga belga lo “agonístico” es un enfoque que reconoce que la política democrática es inevitablemente un espacio de conflicto y confrontación entre diferentes proyectos políticos en disputa. Pero esta confrontación se puede transformar en “agonismo”, el arte de la lucha, que se podría equiparar al Fair Play en el deporte.
El requisito indispensable es la legitimación del oponente como un “adversario”, y no como un “enemigo”. De esa forma se construye una comprensión pluralista de la democracia, que se distancia de concepciones ingenuas, disfrazadas de racionalismo y consensualismo. Lejos de eliminar el disenso, Mouffe propone procesarlo de forma institucionalizada de tal forma que se respete al oponente como un “adversario legítimo”.
Columna publicada por The Clinic el 26 de mayo de 2024.
Para El Maipo: Álvaro Ramis, Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC), colaborador de El Maipo.
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